domingo, 29 de marzo de 2009
Un enigma
Una vez, Ursula K. Le Guin dijo que uno de sus primeros relatos fue inspirado por una situación imaginada por Henry James en la que todos los habitantes de un mundo eran felices, pero al precio de que una sola alma cargara con todos los sufrimientos de los demás. Le Guin dice que en esa imagen encuentra una alegoría perfecta de la sociedad norteamericana. Un diálogo de una novela reciente, sin embargo, sugiere que quizá James no estaba imaginando, sino más bien haciendo sociología:
"–¿Sabes cuántos desgraciados hay en el mundo?
–Depende de lo que se entienda por desgraciado.
–En absoluto. Yo te diré cuántos hay: uno. Hay un único capullo hecho polvo en todo el universo. Porque todo el mundo tiene a quien darle por culo. Por más pelagatos que seas, siempre habrá alguien peor que tú. El limpia váteres de los váteres más asquerosos del país más asqueroso tendrá su ayudante, y éste el suyo, y así hasta el final de la cadena, hasta que llega un momento en que ya no queda nadie a quien darle por culo, y eso… Eso sí que es una putada". (Tibor Fischer, Viaje al fondo de la habitación, Tusquets, 2005).
Este cálculo omite una posibilidad, o un hecho quizá: que hay límites territoriales que interrumpen la cadena de despotismos. Sin embargo, esos límites no pueden trazarse del mismo modo que las fronteras nacionales, puesto que la subyugación puede imponerse sin importar la nacionalidad; o si no pregúnteles a los emigrados chinos, colombianos, mejicanos, que viven en Nueva York o casi en cualquier parte. Así que podríamos usar la siguiente estipulación para mejorar el cálculo: sea un “Territorio de la desgracia” toda serie de “tú-me-jodes-yo-lo-jodo-a-él” con una cadena claramente numerable (se pueden identificar todos los eslabones, desde el primero hasta el último), entonces habrá en el mundo tantos desgraciados como territorios de la desgracia. El número de territorios de la desgracia, por supuesto, varía según los cambios políticos y sociales. Antes de la expansión de la globalización, por ejemplo, los territorios de la desgracia estaban fuertemente ligados a los límites políticos entre naciones. Esto sugiere que el citado cálculo según el cual tiene que haber un único infeliz en el mundo no es tan descabellado después de todo. Basta con que la globalización se desarrolle hasta cierto punto para que quede un único infortunado que no tenga a nadie a quien joder.
Pero una pregunta mucho más difícil que la de cuántos desgraciados existen, es: ¿qué es preferible, un mundo con múltiples miserables o uno con un único desdichado? No sé ustedes, pero a mí no me gustaría oír respuestas.
lunes, 16 de marzo de 2009
Colombia: denigramos el mal
Para tocar fondo me tengo que empinar.
Joe Gould
El filósofo francés Bernard-Henry Lévy entrevistó a Carlos Castaño. El resultado es el siguiente escrito, cuya conclusión nos parece inquietante, perturbadora.
Las guerras olvidadas, 4. Colombia
Traducción por José Manuel Vidal
Carlos Castaño, alias Rambo, es el otro actor principal de esta guerra. También él, a la cabeza de un auténtico ejército, reina en los estados de Urabá, Sucre, Magdalena, Antioquia, Cesar, Córdoba, Cauca y Tolima, sobre territorios todavía más vastos, donde se le imputan crímenes horribles. No me presenté ante él como periodista. A través de diferentes canales le mandé decir que era 'un filósofo francés trabajando sobre las raíces de la violencia en Colombia'. Al cabo de varios días, recibí un telefonazo, fijándome una cita para el día siguiente en Montería, la capital de Córdoba, el estado donde tuvo lugar la matanza de Quebrada Nain. Montería. Un Toyota. Un chofer mudo. Y tres horas de malas pistas, en dirección a Tierra Alta. Finca Milenio, Finca El Tesoro... Las aldeas de Canalete, Carabatta, Santa Catalina... Estamos en el corazón de la zona de los finqueros, esos grandes propietarios que, en los años 80, fueron los que crearon estas Autodefensas de Córdoba y Urabá, que, ahora, se llaman paramilitares, el embrión del ejército de Castaño.
Estamos, si mis deducciones son buenas, en el límite sur de Córdoba y de Urabá, por donde pasa la línea del frente con las FARC. El Tomate, un pueblo con su estadio de fútbol aplastado por el calor, sus billares, su gallería para los combates de gallos. Y, de pronto, un gran portalón de madera y otro y otro. Tiendas, cabañas de colores caqui, un garaje de jeeps, una pancarta gigante: «La mística del combate integral», un tejado de caña, bajo el que están reunidos una treintena de hombres con sombreros tipo ranger, hombres blancos, algún negro, un intenso tráfico de armas que transportan de una tienda a otra y, en medio de este inmenso campamento, en el umbral de la tienda más grande, rodeado de hombres en uniforme y con armas, un pequeño personaje nervioso, muy delgado y que me dice, a guisa de presentación: "—Carlos Castaño. Entre, señor profesor". No hay ironía en su voz, sino, más bien, una consideración por aquel que él piensa que es una autoridad universitaria que viene a visitarle a la selva. "—Yo soy un campesino. Todos aquí somos campesinos". Con un gesto sencillo y casi como disculpándose, señala a los comandantes que tomaron asiento, como nosotros, alrededor de una mesa. "—Quiero decírselo inmediatamente. Lo que a mí me interesa, aquello por lo que me levanté, hace 20 años, contra las FARC, es la justicia. Soy un hombre justo". Habla rápido, muy rápido. Sin darme ocasión de plantearle preguntas. Tiene una voz juvenil que no tiene nada que ver con el uniforme, los galones, y la boina que lleva en la cabeza. "—Díselo tú, Pablo, dile que soy un hombre de justicia". Pablo, que está a mi lado, lo dice. Coloca su sombrero sobre la mesa y confirma que el señor Castaño es, en efecto, un hombre de justicia.
"—La droga, por ejemplo". Es él el que aborda, de inmediato, la cuestión de la droga. "—No quiero causarle daño a este país. Me sienta mal hacerle daño. Pero, ¿qué puedo hacer yo, si este conflicto está vinculado a la droga y si no se puede entender en absoluto si no se piensa continuamente en clave de droga?". Los comandantes opinan de nuevo. "—Pero, atención. Donde se plantea la cuestión de la justicia es en que nosotros no somos los traficantes. Le prohíbo decir que somos traficantes. Sólo estamos detrás, protegiendo los campesinos que cultivan. Porque, ¿qué se puede hacer cuando una tierra es estéril y sólo se puede cultivar eso? ¿Es que vamos a prohibirle a los paisanos que se ganen la vida?". Le observo que habla como Ríos y como las Farc. "—No. También le prohíbo que diga eso. Porque la diferencia es que nosotros, con los beneficios de la droga, hacemos el bien. El Bien. ¿Por dónde ha venido usted? ¿Por la ruta de Tierra Alta? ¡Nosotros somos la ruta de Tierra Alta! Es con el dinero de la droga con el que hemos hecho la estupenda carretera de Tierra Alta". Carlos Castaño se calienta y se embala. El sudor le cae sobre el rostro. Hace grandes gestos y despliega una energía considerable para que entienda perfectamente que es él el responsable de esta ruta y que es un hombre de Justicia. "—¿Me explico?". Claro que sí, perfectamente. "—¿Tú crees que entiende? –Sí, jefe, parece que entiende". La verdad es que cada vez le veo más excitado. Con nervios. "—La injusticia me vuelve loco, loco".
Le pongo otro ejemplo. El ELN. "–Las negociaciones con el ELN. Y esa idea de darles también a ellos una zona. ¿Cómo es posible que Pastrana, el presidente Pastrana, pueda pensar en entablar negociaciones con el ELN, que es una organización de secuestradores, asesinos y torturadores?". Le hago caer en la cuenta de que su organización practica, también ella, los atentados ciegos contra los civiles y, sobre todo, contra los sindicalistas, esta misma semana, sin ir más lejos. Se sobresalta. "—¿Atentados a ciegas nosotros? Jamás. Siempre hay una razón. Los sindicalistas, por ejemplo. Impiden trabajar a la gente. Por eso los matamos". ¿Y el jefe de los indios de Alto Sinú? ¿También impedía trabajar a la gente el pequeño jefe indio que había bajado a Tierra Alta? "—La presa, impedía el funcionamiento de la presa." ¿Y el alcalde? Me dijeron en Tierra Alta, cuando hacía la ruta de Quebrada Nain que, justo antes de las elecciones, las Autodefensas asesinaron al alcalde. "—Lo de los alcaldes es otra cosa. Nuestro trabajo consiste en llevar el poder a los representantes del pueblo. Cuando hay alguien en Córdoba que se obstina en querer presentarse en contra de nuestra voluntad, le amenazamos. Es verdad, le mandamos una advertencia, como es normal". –Sí, pero a este alcalde en concreto no sólo lo amenazaron, sino que lo mataron... "—Porque robó dos millones a la ciudad. Y, después, acusaba a otros. Hacía recaer en otros la responsabilidad de sus robos. Corrupción y mentira juntas. Era demasiado. Por eso hubo que ser implacable. Y además...". Se toma un respiro. Después, con una voz estridente, casi femenina y como si estuviese en posesión de la irrefutable prueba de la culpabilidad del alcalde, añade: "—Además, llevaba un chaleco antibalas". Así de simple.
La conversación dura dos horas y siempre en este tono. Castaño habla tan rápido ahora, con una voz tan aguda, que me tengo que inclinar cada vez más a menudo hacia mi compañero, para que me repita lo que ha dicho. Habla del presidente Pastrana, al que respeta, pero que no le respeta y eso le desespera. De Castro, que ha castrado a su pueblo, y esta imagen le hace reír con una risa de demonio. De todos esos militares, expulsados del Ejército, que, como los generales Mantilla y Del Río, se pasan a las Autodefensas. Pero, ojo, con una condición, porque él les pone una condición, para no volverse loco: que no hayan sido expulsados por corrupción. Habla de la injusticia y otra vez más de la injusticia. De la letanía de injusticias y de disfuncionamientos del Estado. Pero allí está él, Castaño, para suplir al Estado desfalleciente. Él es su brazo, su servidor fiel y no correspondido. Y, por fin, habla del crimen de Quebrada Nain y de todos los crímenes que se le adjudican a sus sicarios. Y no suelta ni una palabra de arrepentimiento. Lo máximo que concede es que, a lo mejor, su ejército quizá haya crecido demasiado deprisa y que en la matanza de la que le hablo 'les faltó [sic] profesionalismo'. Pero lo que repite una y otra vez es que, si un hombre o una mujer tienen aunque sólo sea una vaga vinculación con la guerrilla, dejan de ser civiles, para convertirse en guerrilleros vestidos de civil y, por lo tanto, merecen ser torturados, degollados, o son merecedores de que les cosan un gallo vivo en el vientre en lugar de un feto...
Carlos Castaño tiene cada vez más calor. Y está cada vez más febril. Este olor de supositorio que invade la tienda... Esa forma que tiene de sobresaltarse cuando oye un ruido... "—¿Qué pasa?. –Nada, jefe, es el generador, que se ha vuelto a poner en marcha". Y su manera de gritar, cada cinco minutos: "Un tinto, Pepe, un café". Y un soldado, aterrorizado, se lo lleva. Y él vuelve a hablar a un ritmo endiablado. Un último cuarto de hora para gritar. Y después se calla, se levanta y se calla. Titubea un poco. Se agarra a la mesa. Me mira con una mirada tan fija que me pregunto si no está sencillamente borracho. Se repone. Me ofrece una gran cartera negra, repleta de discursos y de videos. Sus lugartenientes están a su lado. Sale, dando tumbos, bajo el sol de mediodía.
Un psicópata frente a unos mafiosos. Una historia llena de ruido y de furor contada por bandidos o por este guiñol asesino. Una parte de mí me dice que siempre ha sido así y que los observadores más sagaces siempre han descubierto a los gordos animales perentorios, faroleros, hinchados de su propia importancia y poder, que reinaron sobre el infierno de la Historia de los tiempos pasados: el grotesco Arturo Ui, de Brecht; el pobrecillo Laval, de Un castillo al otro; García Márquez y su caudillo; la desnudez fofa del Himmier de Malaparte, en Kaputt... Pero otra parte de mí no puede deshacerse de la idea de que hay aquí, en cualquier caso, un cambio, una degradación energética, una caída. No puedo dejar de pensar que jamás se había visto una guerra reducida a este enfrentamiento de magnates y de monigotes, de clones y de payasos. El grado cero de la política. Es el estadio supremo de la bufonería y el estadio elemental de la violencia descamada, sin disfraz, reducida al hueso de su verdad sangrienta. Incluso los monstruos se desinflan cuando se terminan las épocas teológicas.
Bernard-Henry Lévy, Reflexiones sobre la guerra, el mal y el fin de la historia. Ediciones B, 2001.
miércoles, 4 de marzo de 2009
Minimalismo puro y duro
Recibimos la siguiente lección magistral de relato minimalista:
Examen en el colegio público García Lorca, Madrid. Asignatura: Lengua española.
Ejercicio: composición literaria que contenga los siguientes temas:
1. Sexo.
2. Monarquía.
3. Religión.
4. Misterio.
Recomendaciones del profesor: brevedad y concisión.
Respuesta de uno de los alumnos: “¡Se follaron a la reina!, ¡Dios mío!, ¿quién habrá sido?”.
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