jueves, 31 de enero de 2008

Desterrado: Witold Gombrowicz

Polaco de nacimiento pero, al decir de Piglia, uno de los más grandes novelistas argentinos. Porque resulta que Gombrowicz, que según él mismo era un noble en su natal Polonia, fue invitado por una empresa naviera a la inauguración de un crucero, cuyo destino era Buenos Aires, en 1939. Una vez allí, Polonia fue invadida, y Gombrowicz se tuvo que quedar… por casi treinta años. En Polonia era un noble, pero en Buenos Aires era prácticamente un indigente. Consiguió trabajo en un banco, pero no lo soportó. Trató de vivir apostando al ajedrez, pero eso no da para tanto. Mientras se la rebuscaba en Argentina, sus libros eran publicados en Europa. Él mismo dijo que los argentinos, Bioy Casares y Borges incluidos, sólo empezaron a fijarse en él cuando se dieron cuenta de que era un escritor respetado en el extranjero. Se burlaba de los argentinos por esto, y por muchas cosas más. Algunas anécdotas ilustrativas: en una ocasión, Silvina Ocampo invitó al polaco a comer a su casa. Cuando llegó, lo recibió diciéndole algo como: “Querido Witold, yo sé que te vamos a querer tanto” (claro, se había dado cuenta de que era un escritor reconocido en París). Gombrowicz apunta sobre este encuentro: “Lo malo es que yo no estaba seguro de que fuera capaz de quererlos a ellos”. Vila-Matas dice que, cuando por fin Gombrowicz se embarcó nuevamente para Europa, les gritaba desde el corredor del barco a sus amigos argentinos: “¡No se olviden de matar a Borges! ¡Hay que matar a Borges!”. Borges dijo lo siguiente sobre el polaco:

A ese hombre Gombrowicz lo vi una vez. Me pareció una especie de histrión. Él vivía muy modestamente y tenía que compartir la pieza –una azotea– con otras tres personas, y entre ellos tenían que repartirse la limpieza del cubículo. Él les hizo creer que era conde y utilizó el siguiente argumento: "Los condes somos muy sucios". Con esa argucia consiguió que los demás limpiaran por él. En realidad, no era conde y resulta extraño que a alguna gente le gusta asumir títulos nobiliarios. Conde, que viene del latín comes significa algo así como "caudillo de gitanos" y duque, del latín dux, no es más que "el que conduce los ejércitos". Es como si dentro de algunos siglos la gente empiece a usar como títulos nobiliarios las palabras sargento, o cabo, o subteniente. A ese hombre lo conocí por mi amigo el poeta Mastronardi de quien él era también amigo. Mastronardi hablaba tanto de Gombrowicz que finalmente le prohibimos nombrarlo. Cada vez que Mastronardi usaba las palabras "un extranjero, un esclavo, un aristócrata, un observador", ya sabíamos a quién se refería.

En su Diario, Gombrowicz anotó lo siguiente, en 1963, sobre su despedida de Argentina:

Había cierta analogía entre esos últimos días y los primeros, los de 1939, analogía formal únicamente, pero me aferré a ella, en mi caos y pude hasta llegar a encontrar el tiempo necesario para emprender la peregrinación a los lugares que habían sido míos; llegué por ejemplo a un gran edificio situado en la calle Corrientes número 1258, llamado "El Palomar", donde se cobijaba la más diversa pobretería, donde sobreviví quizás al período más difícil, aquel de fines de 1940, enfermo, sin un centavo. Subí al cuarto piso, vi la puerta de mi cuartito, los goznes conocidos, las raspaduras en la pared, toqué el picaporte, la barandilla de la escalera, sonó en mi oído la vieja e inoportuna melodía del dancing de abajo, reconocí el viejo olor... y por un momento, asido a algo invisible esperaba que ese regreso fuera capaz de darle forma y sentido al presente. No. Nada. Oquedad. Vacío. Fui aun a otra casa, en la calle Tacuarí número 242, donde viví en diciembre de 1939, pero esa visita resultó peor. Entro, abordo el ascensor para trasladarme al tercer piso, donde existió mi pasado, aparece el portero:
–¿A quién desea ver?
–¿Yo?... Al señor López. ¿No vive aquí el señor López?
–Aquí no vive ningún López. ¿Por qué se mete en el ascensor en vez de preguntar en la portería?
–Pensé que... en el tercer piso...
–¿Y cómo sabe que en el tercer piso si ni siquiera está usted seguro de que viva aquí? A propósito, ¿qué asunto le trae? ¿A quién busca? ¿Quién le dio la dirección?
Huí.

He aquí el capítulo más famoso de su estupenda novela Ferdydurke:

Filifor forrado de niño

El príncipe de los Sintéticos, reconocidos como los más gloriosos de todos los tiempos, era, sin duda, el Doctor profesor de Sintesiología de la Universidad de Leyden, Sintético Superior Fílifor, originario de las regiones meridionales de Annam. Operaba conforme al espíritu patético de la Síntesis Superior, principalmente por medio de adición + infinidad y en casos súbitos también por medio de multiplicación X infinidad. Era hombre de buena estatura, no poca corpulencia, barba hirsuta y rostro de profeta con anteojos. Mas un fenómeno espiritual de esa magnitud no pudo dejar de suscitar en la naturaleza su contra-fenómeno, de acuerdo con el principio de acción y reacción de Newton y, por tal motivo, pronto nació en Colombo un eminente analítico que obtuvo en la Universidad de Columbia el doctorado y profesorado en Análisis Superior y alcanzó rápidamente los más altos peldaños de la carrera científica. Era hombre hosco, menudo, lisamente afeitado, con rostro de escéptico con anteojos y la única misión interior de perseguir y humillar al eminente Filifor.

Operaba analíticamente y era su especialidad la descomposición del individuo en partes por medio de cálculos, especialmente por medio de papirotazos. Y así con un papirotazo en la nariz, incitábala a gozar de existencia independiente, moviéndose entonces la nariz espontáneamente de una parte a otra con gran espanto del propietario. Ese arte lo aplicaba con frecuencia en el tranvía, si se sentía aburrido. Accediendo al llamado de su más profunda vocación, lanzóse en persecución de Filifor, y en una villa de España logró obtener el título nobiliario de anti-Filifor, del cual estaba locamente orgulloso. Filifor -habiéndose enterado que aquél lo perseguía- lanzóse también en su persecución y durante largo tiempo ambos sabios persiguiéronse sin resultado, porque el orgullo no le permitía admitir a ninguno de ellos que resultaba no solamente perseguidor sino también perseguido. Por consiguiente, cuando Filifor, por ejemplo, estaba en Bremen, antí-Filifor corría de La Haya a Bremen no queriendo , o quizá no pudiendo , tomar en consideración que Filifor en ese mismo momento y con idéntico fin partía en el tren rápido de Bremen a La Haya. El choque entre los dos sabios impelidos -catástrofe de igual índole que las catástrofes ferroviarias más grandes- prodújose por absoluta casualidad en el local del restaurante de primera clase Bristol Hotel, de Varsovia. Filifor, en compañía de la profesora Filifor, horario de trenes en mano, examinaba con atención las mejores combinaciones, cuando, inmediatamente después de bajar del tren, entró jadeante anti-Filifor llevando del brazo a su analítica compañera de viaje, Flora Gente de Mesina. Nosotros, es decir los que estuvimos presentes, doctores Teófilo Poklewski y Teodoro Roklewski, y yo, dándonos cuenta de la gravedad de la situación, procedimos de inmediato a tomar notas por escrito.

Anti-Filifor acercóse a la mesita y, en silencio, atacó con la vista al profesor, que se había levantado. Se esforzaron por dominarse espiritualmente: el Analítico presionaba fríamente desde abajo; el Sintético respondía desde arriba, con la mirada llena de resistente dignidad. Al no dar el duelo de las miradas resultados decisivos, los dos enemigos espirituales iniciaron el duelo verbal. El doctor y maestro del Análisis dijo: -¡Ñoquis!-. El Sintesiólogo contestó: -¡Ñoqui!-. Anti-Filifor rugió: -¡Ñoquis, ñoquis, o sea la combinación de harina, huevos y agua!-. Filifor rebatió al momento: -¡Ñoqui, o sea el ser superior del ñoqui, el mismo Noqui supremo!-. Sus ojos lanzaban relámpagos, agitábase su barba, era claro que había obtenido la victoria. El profesor de Análisis Superior retrocedió unos pasos dominado por furia impotente, mas de inmediato acudió a su mente una idea terrible: enfermizo, achacoso en comparación con Filifor, aprestóse a proceder contra su esposa, a quien el viejo y meritorio profesor amaba por encima de todo. He aquí el transcurso sucesivo del incidente, según el protocolo:

1. La profesora Filifor, muy entrada en carnes, gorda, bastante majestuosa, se hallaba sentada, sin pronunciar palabra, ensimismada.

2. El profesor doctor anti-Filifor plantóse frente a la señora con su objetivo cerebral y empezó a observarla con una mirada que la desvestía hasta lo más íntimo. La señora Filifor tembló de frío y de verguenza. El doctor profesor Filifor la cubrió en silencio con la manta de viaje y fulminó al insolente con una mirada llena de inmenso desprecio. Sin embargo, mostró al hacerlo signos de inquietud.

3. Entonces anti-Filifor dijo quedamente:-Oreja, oreja-, y estalló en risa sarcástica. Bajo la influencia de esas palabras la oreja apareció inmediatamente en toda su desnudez y se hizo indecente. Filifor ordenó a su esposa que se cubriera las orejas con el sombrero; esto, sin embargo, no sirvió de mucho porque anti-Filifor murmuró entonces como para sí mismo:-Dos orificios de la nariz-, desnudando así los orificios de la nariz de la venerable profesora de modo a un mismo tiempo impúdico y analítico. La situación se tornó grave ya que no pudo ni hablarse de la ocultación de los orificios.

4. El profesor de Leyden amenazó con llamar a la policía. La balanza de la victoria comenzó a inclinarse claramente hacia Colombo. El maestro de Análisis dijo con intensa cerebración:-Los dedos de la mano, los cinco dedos-. Por desgracia la robustez de la profesora no era suficiente para ocultar el hecho que, repentinamente, apareció a los reunidos en toda su inaudita vivacidad, es decir el hecho de los cinco dedos de la mano. Los dedos estaban allí, cinco de cada lado. La señora Filifor, totalmente profanada, trató con los restos de sus fuerzas de ponerse los guantes pero ¡cosa absolutamente increíble!, el doctor de Colombo-le hizo al momento el análisis de orina y, riendo desmedida y estruendosamente, exclamó victorioso:-¡H20C4, TPS, un poco de leucocitos y albúmina!-. Se levantaron todos, el doctor profesor anti-Filifor se retiró con su amante que soltó una risa vulgar, mientras que el profesor Filifor, con ayuda de los abajo firmados, llevó sin demora a su esposa al hospital. Firmado: T. Poklewski, T. Roklewski y Antonio Swistak, testigos.

A la mañana siguiente nos reunimos Roklewski, Poklewski y yo, con el profesor, en derredor del lecho de la enferma, señora Filifor. Su descomposición avanzaba con mucha rapidez. Iniciada por el diente analítico del antiFilifor, la dama, en forma paulatina perdía su contextura. De tiempo en tiempo, gemía sordamente: -Yo pierna, yo oreja, pierna, mi oreja, debo, cabeza, pierna-. como si despidiera las partes de su cuerpo que ya empezaban a moverse autonómicamente. Su personalidad encontrábase en estado de agonía. Nos ensimismamos todos en busca de medios de salvación inmediata. Pero no había tales medios. Previa deliberación, con participación del docente S. Lopatkin, quien a las 7 y 40 llegó por vía aérea de Moscú, reconocimos una vez más la absoluta necesidad de métodos científicos violentísimamente sintéticos. Pero no había tales métodos. Entonces Filifor concentró todas sus facultades mentales, a tal punto, que retrocedimos un paso, y dijo: -iLa bofetada! ¡Solamente una bofetada, y bien recia, es capaz de devolver el honor a mi esposa y sintetizar los elementos dispersos en cierto sentido superior y honorable de palmada! Por lo tanto, ¡manos a la obra!

No era tan fácil encontrar en la ciudad al Analítico de fama mundial. Recién al anochecer dejóse atrapar en un bar de primera clase. En estado de sobria embriaguez vaciaba botella tras botella, y cuanto más bebía más se desembriagaba; lo mismo sucedía con su analítica amante. Hablandocon propiedad, embriagábanse más de sobriedad que de alcohol. Cuando entramos, los mozos, pálidos como el papel, escondíanse pusilánimes detrás del mostrador y los amantes, en silencio, se entregaban a orgías interminables de sangre fría. Tramamos el plan de acción. El profesor debería efectuar, primero, un ataque falso con el brazo derecho en la mejilla izquierda y luego pegar con el izquierdo en la derecha, mientras que nosotros, es decir los testigos, doctores de la Universidad de Varsovia-. Poklewski, Roklewski y yo como también el docente S. Lopatkin, deberíamos proceder sin demora a labrar el acta. El plan era sencillo, la acción nada complicada, pero al profesor se le cayó el brazo levantado. Nosotros, los testigos, quedamos estupefactos. ¡ No hubo bofetada! ¡No hubo, lo repito, bofetada! Hubo solamente dos rositas y algo así como una viñeta con palomitas!

Antifilifor había previsto con satánica destreza los planes de Filifor. ¡Ese Baco sobrio se había tatuado en las mejillas dos rositas de cada lado y algo semejante a una viñeta con palomitas! A consecuencia de eso las mejillas, y también por consiguiente la bofetada intentada por Filifor, perdieron todo sentido. En realidad, la bofetada aplicada a las rosas y a las palomitas no era bofetada, era más bien algo así como un golpe contra el papel pintado. No pudiendo admitir que el pedagogo y educador de la juventud, generalmente respetado, quedara en ridículo por golpear un papel pintado debido a hallarse enferma su esposa, le convencimos de que desistiera terminantemente de cometer acciones que podría luego deplorar.

-¡Perro! -rugió el anciano-. ¡Infame! ¡Ah, infame, infame perro!
-¡Montón! -contestó el Analítico con inmenso orgullo analitico-. ¡Eres un montón! Yo también soy montón. Si quieres, dame un puntapié en el vientre. No me aplicarás a mí el puntapié en el vientre: patearás el vientre y nada más. ¿Querías provocar mi mejilla con tu bofetada? A la mejilla puedes provocarla pero no a mí; a mí no. ¡Yo no existo en absoluto! ¡No existo!
-¡He de provocarla! ¡Si Dios lo permite, la provocaré!
-¡Mis mejillas son impermeables! -rió anti-Filifor. Flora Gente, sentada a su lado, soltó la risa; el doctor cósmico de Ambos Análisis le dirigió una mirada sensual y salió. En cambio, Flora Gente quedóse. Estaba sentada en un alto taburete y nos miraba con desteñidos ojos de loro completamente analizado. A los pocos instantes, exactamente a las 8 y 40, el profesor Filifor, dos médicos, el docente Lopatkin y yo procedimos a celebrar conferencia común. El docente Lopatkin mantenía asida, como de costumbre, la lapicera. La conferencia tuvo el siguiente decurso:

Los tres doctores en leyes: -En vista de lo que acontece, no vemos posibilidad de resolver la querella por vía del honor y aconsejamos al muy respetado señor profesor no tomar en cuenta la ofensa, considerándola procedente de un individuo incapaz de dar una satisfacción de honor.

El profesor doctor Filifor: -No la tomaré en cuenta, pero mi esposa se muere.
El docente S. Lopatkin: -A vuestra esposa no podremos salvarla.

El doctor Filifor: -¡No digan eso, no digan eso! ¡Oh, la bofetada, único remedio! Pero no hay bofetada. No hay mejillas. No hay medio de síntesis divina. ¡No hay honor! ¡No hay Dios! ¡Sí! ¡Hay mejillas! ¡Hay bofetada! ¡Hay Dios, Honor, Síntesis!

Yo: -Observo que al profesor le falla la lógica. O hay mejillas o no las hay.

Filifor: -Señores, ustedes olvidan que todavía quedan mis dos mejillas. Sus mejillas no existen, pero las mías sí. Aun podemos efectuar la jugada con mis dos mejillas intactas. Señores, quieran ustedes comprender mi pensamiento: yo no puedo abofetearlo pero él puede abofetearme. Será lo mismo. ¡Siempre habrá una bofetada y habrá Síntesis!

-¡Bah! ¿Cómo obligarlo a que abofetee al profesor?
-¿Cómo obligarlo a que abofetee al profesor?
-¿Cómo obligarlo a que abofetee al profesor?
-Señores -respondió con recogimiento el pensador genial-, él tiene mejillas, mas yo también las tengo. La base consiste aquí en cierta analogía, y por eso operaré no tanto lógica como analógicamente. Será mucho más seguro, ya que la naturaleza está regida por cierta analogía. Si él es rey del Análisis, yo soy rey de la Síntesis. Si él tiene mejillas, yo también las tengo. Si yo tengo esposa, él tiene amante. ¡Si el analizó mi esposa, yo sintetizaré su amante y de esta manera le arrancaré la bofetada que se niega a entregar!

Y sin más demora hizo una señal con la cabeza a Flora Gente. Enmudecimos. Ella adelantóse, moviendo todas las partes de su cuerpo, bizqueando con un ojo en mi dirección y con el otro en dirección al profesor, mostrando los dientes en una sonrisa a Stefan Lopatkin, echando la delantera hacia Roklewski y meciendo la trasera en dirección a Poklewski. La impresión era tal que el docente dijo en voz baja: -¿De veras acometerá usted con su Síntesis Superior esos cincuenta pedazos separados?

Pero el Sintesiólogo Universal poseía esta cualidad: que jamás perdía la esperanza. La invitó a la mesita, convidándola con una copa de Cinzano, y a guisa de introducción, para sondearla, dijo sintéticamente. -Alma, alma-. Ella no contestó. ¡Yo! -dijo el profesor inquisitiva e impetuosamente, queriendo despertar en ella su Yo abismado-. Ella respondió:-¡Ah, usted! Muy bien, cinco zlotys-. -¡Unidad! -gritó Filifor con violencia-. ¡Unidad Superior! ¡Igualdad en la Unidad!-. Para mí todo es igual -dijo ella con indiferencia- anciano o niño. Mirábamos desalentados a esta infernal analítica de la noche a quien el anti-Filifor había adiestrado perfectamente a su manera, y educado para sí, quizá desde chica.

Sin embargo el Creador de las Ciencias Sintéticas no se desanimaba. Siguió un período de intensas luchas y esfuerzos. Le leyó los dos primeros cantos de Dante, por lo cual ella le pidió diez zlotys. Sostuvo una prolongada e inspirada disertación sobre el Amor Superior, amor que abarca y unifica todo, que le costó once zlotys. Le leyó dos magníficas novelas de las más conocidas autoras sobre el tema de la regeneración mediante el amor, por lo cual ella pidió ciento cincuenta zlotys y no quiso rebajar ni un céntimo. Y cuando trató de estimular su dignidad, Flora Gente exigió ni más ni menos que cincuenta zlotys.

-Por las extravagancias se paga, vejete -dijo-, para eso no hay tarifa. Y abriendo y cerrando sus fatuos ojos de buho, no reaccionaba. Los gastos aumentaban y el antiFilifor, paseando por la ciudad, reía para sus adentros de tales esfuerzos desesperados.

En la conferencia realizada con la participación del Dr. Lopatkin y tres docentes, el eminente explorador informó la derrota en los siguientes términos; -Me costó unas cuantas centenas de zlotys y no veo realmente la posibilidad de sintetizar. Recurrí en vano a las supremas unidades tales como la Humanidad, que todo lo convierte en dinero devolviendo el sobrante. Y mi esposa, mientras tanto, pierde el resto de la conexión interior. La pierna se lanza ya de paseo por el cuarto. Cuando dormita (mi esposa, naturalmente. no la pierna) tiene que sujetarla con las manos. pero las manos se niegan a obedecer. Es un terrible trastorno, una terrible anarquía.

El doctor en medicina T. Poklewski: -Y el antiFilifor hace circular rumores de que el profesor es un desagradable vicioso.

El docente Lopatkin: -¿Y no se podría sorprenderla precisamente por medio del dinero? Permítanme. Veo aun confusa la idea que cruza mi mente, pero suceden cosas asi en la naturaleza: tuve, por ejemplo, una paciente enferma de timidez. No pude curarla con audacia porque no la asimilaba, pero le apliqué una dosis tan fuerte de timidez que no la pudo aguantar. Y como no pudo soportar la timidez, se animó, y volvióse de pronto locamente audaz. El mejor método es el de “per se”, arremangarse, quiero decir “sólo en sí, sólo en sí”. Habría que sintetizarla con dinero, mas reconozco que no veo cómo…

Filifor: -Dinero…, dinero… Pero el dinero forma siempre una cifra, una suma, que nada tiene de común con la Unidad propiamente dicha. Sólo el céntimo es indivisible, pero el céntimo no causa ninguna impresión. Salvo… a menos que… ¡Señores! ¿Y si le diéramos una suma tan grande que la atolondrara?

Enmudecimos. Filifor se levantó bruscamente. Su barba negra agitábase. Entró en uno de esos estados hipermaníacos en que cae el genio indefectiblemente cada siete años. Vendió dos casas y un chalet en los alrededores de la ciudad y convirtió la suma obtenida de 850.000 zlotys, en zlotys sueltos. Poklewski lo miraba con asombro: simple médico de distrito no supo jamás comprender al genio, no supo comprender y por eso precisamente no lo comprendía en absoluto. Mientras tanto, el filósofo, ya seguro de lo que hacía, envió al antiFilifor una invitación irónica, y éste. contestando la ironía con el sarcasmo. presentóse puntualmente a las 9 y 30 en un aposento del restaurante Alcázar, donde se realizaría el experimento decisivo. Los sabios no se dieron la mano. El maestro de Análisis rió, seco y malicioso: -¡Bueno, póngase contento, señor, póngase contento! Mi chica no es, que digamos, tan propensa a la composición como su esposa a la descomposición: a ese respecto estoy tranquilo-. Pero él también entraba gradualmente en estado hipermaníaco. El Dr. Poklewski empuñaba la lapicera y Lopatkin mantenía asido el papel.

El prof. Filifor procedió en esta forma: colocó primero sobre la mesa un único zloty. La Gente no reaccionó. Colocó un segundo zloty: nada. Agregó un tercer zloty: tampoco nada. Mas al poner el cuarto zloty, ella dijo: -¡Oh, cuatro zlotys!-. Al notar que eran cinco bostezó, y al ver que eran seis. preguntó con indiferencia:-¿Qué pasa, viejito? ¿Exaltación de nuevo? Recién después de colocados 97 zlotys advertimos los primeros síntomas de extrañeza y al llegar a 115 su mirada que hasta ese momento se posaba en el Dr. Poklewskí, en el docente y en mí, comenzó a sintetizarse algo sobre el dinero.

Al llegar a cien mil, Filifor jadeaba pesadamente, antiFilifor empezaba a inquietarse un poco y la hasta ese momento heterogénea cortesana consiguió cierta concentración. Miraba, fascinada, el montón creciente que en rigor dejaba de ser montón; trató de contar pero ya los cálculos no le salían bien. La suma dejaba de ser suma, convertíase en algo inabarcabl e, in conceb ible, en al go superior a la suma, hacia estallar el cerebro por su enormidad, como el firmamento. La paciente gemía sordamente. El analítico se precipitó a socorrerla pero ambos médicos lo sujetaron con todas sus fuerzas; en vano la aconsejaba cuchicheando que descompusiera el total en centenas o mediomillares pues el total no se dejaba desunir. Cuando el sacerdote triunfante de la ciencia de sintetizar desembolsó todo lo que tenía y selló el montón, o más bien la enormidad, el monte financiero de Sinaí, con un céntimo único e indivisible, pareció como si alguna Divinidad penetrara en la cortesana: levantóse e hizo aparecer todos los síntomas sintéticos, llanto, suspiro, sonrisa, pensatividad, y dijo: -Señores, yo. Yo. Algo superior-. Filifor profirió un grito de triunfo y entonces el anti-Filifor, con un alarido de terror, libróse de los brazos de ambos médicos y pegó a Filifor en la cara.

Ese golpe era el rayo, el relámpago de la síntesis arrancado de las entrañas analíticas, que disipó las sombrías tinieblas, El docente y los médicos felicitaron con emoción al Profesor gravemente deshonrado. Su encarnizado enemigo se retorcía contra la pared, aullando atribuladamente, Mas ningún aullido pudo frenar el movimiento impreso a la carrera del honor, porque el asunto, hasta ese momento no honorable, había entrado en las vías del honor).

El prof. Dr. G. L. Filifor, de Leyden, designó dos padrinos en las personas del Dr. Lopatkin y la mía; el prof. Dr. P. T. Momsen, con título nobiliario de antiFilifor, designó sus dos padrinos en las personas de ambos médicos asistentes; los padrinos de Filifor provocaron honrosamente a los padrinos de anti-Filifor, y éstos, a su vez, provocaron a los de Filifor. Y a cada uno de estos pasos de honor la síntesis iba en aumento; el Columbiano se retorcía como si estuviera sobre ascuas, mientras que el Leydeño, sonriente, acariciaba su larga barba. En el hospital municipal la profesora enferma empezaba a unificar sus partes, pidió leche con voz apenas perceptible y la esperanza nació en el corazón de los médicos. El Honor asomóse entre las nubes y sonrió dulcemente a los hombres. El combate definitivo se libraría el martes, a las siete de la mañana.

La lapicera sería confiada al Dr. Roklewski, las pistolas al Dr Lopatkin, Poklewski debería tener el papel, y yo los sobretodos. El incansable luchador del signo de la Síntesis no abrigaba duda ninguna. Recuerdo lo que me decía la mañana anterior:-Hijo mío, tanto podrá caer él como yo, pero quienquiera caiga, mi espíritu saldrá siempre victorioso porque no se trata del acto de morir sino de la índole de la muerte; y la índole de la muerte es sintética. Si él cayese, rendirá con su muerte homenaje a la Sintesis; si me matase, matará de manera sintética. i Así, será mía la victoria más allá de la tumba!-. Y en su exaltación de ánimo, deseando honrar más dignamente ese momento de gloria, invitó a ambas señoras, su esposa y Flora, en carácter de simples espectadoras. Yo estaba opreso por malos presentimientos. Temía. . . ¿Qué temía yo? Ni yo mismo lo sabía: durante toda la noche me torturó el terror de desconocerlo y recién en el lugar del duelo comprendí mi temor. La mañana era seca y luminosa, como un paisaje pintado. Los enemigos de alma paráronse frente a frente; Filifor saludó a anti-Filifor y éste a aquél. Y entonces comprendí qué era lo que temía: era la simetría; la situación era simétrica y en ello consistía su vigor pero también su flaqueza.

Porque la situación tenía la propiedad de que a cada movimiento de Filifor correspondía un movimiento análogo de anti-Filifor, y Filifor tenía la iniciativa. Si Filifor saludaba, anti-Filifor debía saludar también. Si Filifor tiraba, anti-Filifor debía tirar también. Y todo, hago notar, debía realizarse en el eje que unía a ambos combatientes, que era el eje de la situación. Pero, ¿ qué sucedería si el segundo desviase hacia el costado? ¿Si descarriase, si hiciese una mala jugada para eludir las leyes férreas de la simetría y de la analogía ? ¿ Qué perturbaciones mentales, qué traiciones podría ocultar la cerebralidad del antiFilifor? Yo combatía tales pensamientos, cuando de repente el profesor Filifor levantó el brazo, apuntó recto al centro del corazón adversario y tiró, i Tiró y no dió en el blanco! Entonces el Analítico levantó a su vez el brazo y apuntó al corazón de su antagonista. Casi, casi parecía inevitable que si aquél había tirado sintéticamente al corazón, también éste tendría que tirar sintéticamente al corazón. Parecía no haber otra salida, ninguna puerta de escape intelectual. Mas. en un abrir y cerrar de ojos, el Analítico, en un esfuerzo supremo, sopló quedo, dió un alarido, apartó del eje de la situación el caño de la pistola y disparó hacia un costado. E1 tiro pegó ¿dónde?: en el dedo meñique de la profesora Filifor que, acompañada de Flora Gente, estaba parada a corta distancia ¡Ese tiro fué la cumbre de la maestría! El dedo meñique cayó cortado. La señora Filifor, asombrada, llevó su mano a la boca, Nosotros, los padrinos, perdimos por un momento el dominio de nosotros mismos y proferimos un grito de admiración.

Y entonces ocurrió algo terrible. El Profesor Superior de síntesis no pudo aguantar. Fascinado por la puntería, la maestría y la simetría, ofuscado por nuestro grito de admiración, también desvió y disparó, haciendo impacto en el dedo meñique de Flora Gente, y rió breve, seca y guturalmente. Gente llevó su mano a la boca y nosotros proferimos el correspondiente grito de admiración.

Entonces el Analítico disparó de nuevo, cortándole el segundo dedo meñique de la profesora, que llevó su otra mano a la boca. Proferimos el grito de admiración. Un cuarto de segundo más tarde el tiro del Sintético, disparado con infalible seguridad desde la distancia de diecisiete metros, cortó el dedo análogo del Flora Gente. Gente llevó su mano a la boca; nosotros proferimos el grito de admiración. Y así siguieron las cosas. El tiroteo continuaba incesante, encarnizado, violento y magnífico como la magnificencia misma, y los dedos, las orejas, las narices, los dientes, caían como las hojas de un árbol agitado por el viento. Nosotros los padrinos no teníamos tiempo suficiente para proferir los gritos que nos arrancaba la puntería, rápida como el relámpago. Ambas señoras estaban ya privadas de todas sus extremidades y prominencias naturales y, si no cayeron muertas, fué también, simplemente, por la falta de tiempo, pues no pudieron alcanzar a morir, y sospecho, además, que gozaban cierto deleite exponiéndose a una puntería tan perfecta. Por último faltaron los cartuchos. El maestro de Colombo perforó, con su último tiro, la parte superior del pulmón derecho de la profesora Filifor; el maestro de Leyden al momento perforó en contestación la parte superior del pulmón derecho de Flora Gente. Proferimos una vez más gritos de admiración y luego reinó el silencio. Ambos troncos murieron, cayeron al suelo, y ambos tiradores se miraron.

¿Y qué? Ambos se miraron y no sabían bien ¿qué? Efectivamente: ¿ qué ? No había más cartuchos. Los cadáveres yacian por tierra. No había nada que hacer. Se acercaban las diez. En rigor el Análisis había vencido, pero ¿qué resultó de ello? Absolutamente nada. Igualmente hubiera podido vencer la Síntesis y tampoco resultara nada. Filifor tomó una piedra y la tiró contra un gorrión, mas no dió en el blanco y el gorrión voló. El sol empezaba a quemar. El anti-Filifor tiró un terrón contra el tronco de un árbol y dió en el blanco. Mientras tanto pasó frente a Filifor una gallina; Filifor tiró, dió en el blanco, y la gallina corrió escondiéndose en un matorral. Los sabios abandonaron sus posiciones y tomaron distinto camino.

Al anochecer anti-Filifor estaba en Jeziorno y Filifor en Wawer. Uno, agazapado bajo una parva, cazaba conejos; el otro, si descubría un farol en un lugar apartado, hacía puntería desde una distancia de cincuenta pasos.

Y asi recorrieron el mundo, apuntando a lo que podían con lo que podían, Cantaban aires populares y rompían gustosos las ventanas; les placía también estarse en los balcones y salivar en los sombreros de los transeúntes, y, ihabía que ver qué alegría les proporcionaba el conseguir dar en el blanco cuando se trataba de poderosos que viajaban en coche! Filifor se especializó hasta tal punto que podía escupir desde la calle a cualquiera que estuviese en un balcón. Y anti-Filifor apagaba las velas tirando contra la llama cajitas de cerillas. Con más gusto aún cazaban ranas con escopetas de pequeño calibre, o gorriones con arco y flechas, o tiraban desde los puentes papeles y pasto al agua, Y el mayor placer era comprar un globo para niños y correr tras él, por campos y bosques- ioh! ¡oh! acechando el momento en que estallaba con ruido, como alcanzado por una bala invisible.

Y cuando alguien del mundo científico recordaba el pasado glorioso, aquellas luchas del espíritu, el Análisis, la Síntesis y toda la gloria perdida irreparablemente, contestaban con cierta ensoñación: -Sí, sí…, recuerdo ese duelo… ¡se disparaba bien!-, -¡Pero profesor! - exclamé una vez, y junto conmigo Roklewski, quien durante ese tiempo se había casado y formado su hogar en la calle Krucza-, ¡pero profesor: habla usted como un niño!. Y el aniñado anciano nos respondió: -Todo está forrado de niñadas-.

Gombrowicz, Ferdydurke, Seix-Barral, 2001.

lunes, 21 de enero de 2008

Carlos Villafañe

En las notas al margen de la historia oficial de la literatura colombiana, debe reservarse un espacio para Villafañe, nacido en Roldanillo, Valle, en 1881. Poeta romántico y a veces muy meloso, como su amigo Julio Flórez, con quien integró (más un delicioso grupo de bebedores y versificadores, como Clímaco Soto Borda, Jorge Pombo, Julio De Francisco, Carlos Tamayo y otros) el efímero e inolvidable grupo de La Gruta Simbólica: que se reunía en Bogotá a violar el toque de queda (ley seca incluida) decretado durante la Guerra de los Mil Días.

De su poesía romántica destaca este, quizás su más popular poema:

La vía dolorosa

Yo mismo la enterré, yo mismo un día
cerré sus ojos a la luz terrena
y enjugué de su frente de azucena
el trágico sudor de la agonía.

Es un recuerdo blanco: todavía
la nombro en el silencio de mi pena.
Descanse en el Señor . . . si era tan buena!
Duerma en mi corazón . . . si era tan mía!

Ojos y boca y manos ilusorias
todo bajo las sábanas mortuorias
quedó como una lámpara extinguida.

Y yo de mi locura bajo el peso,
dejele el alma en el dolor de un beso
y a duras penas me quedó la vida.

Pero la huella de Villafañe (una nota al margen, quizá: una nota más bien graciosa en los espacios entre las grandilocuencias de don Guillermo Valencia o Eduardo Carranza, etc.) está más bien en sus retruécanos: unos cuantos calambures memorables, algunas de sus columnas (que publicaba con el seudónimo de Tic-Tac en Cromos y El Tiempo) y varios de sus versos de ocasión. Aquí están, por ejemplo, los ligeros, sentidos y entretenidos versos que leyó ante la tumba de su querido amigo Jorge Pombo:

Elegía íntima

Aquí estás ya sobre el terrible puente
que todos hemos de cruzar un día.
Cuatro tablas apenas –se diría,
¡que es poco espacio para tanta gente!-.

En tren expreso vas, en tren expreso,
en ese obscuro tren cuya campana,
no canta la alegría del regreso,
ni ahora, ni a la noche, ni mañana.

Árbol triste es el hombre que se cubre
de sombra infausta en el postrer desmayo:
lo fecunda la ráfaga de mayo,
lo deshoja la ráfaga de octubre.

Y aquí estás tú, cuyo mayor empeño
fue vagar con el ánima encendida,
de la vida a las cosas del ensueño,
del ensueño a las cosas de la vida.

Lejos ya vas de la baraja incierta,
cerca ya estás de buena gente amiga.
Quiera Dios que San Pedro abra la puerta
y te admita tertulia y te bendiga.

Oveja que te apartas del aprisco
adonde el eco de mi voz no llega:
mil recuerdos a Julio de Francisco
y un abrazo cordial a Eduardo Ortega.

Ya traspasan tus plantas fugitivas
este valle de lágrimas y deudas;
que tengas muy buen viento, brisas buenas,
y que no nos olvides, y que escribas.

Yo, que del mundo en el vaivén incierto,
a la vida fugaz sólo me arraigo,
te digo en las orillas del mar muerto:
adiós poeta, por allá te caigo.

He aquí un ejemplo de sus columnas:

Un pobre chorro

Cada vez que un individuo desaparece “de una manera misteriosa” empezamos a complicar en la danza a nuestro querido “monumento hidráulico” el Salto del Tequendama.

No vale que el retumbante chorro sea nuestra octava maravilla, cantada por poetas y poetisas en endecasílabos solemnes y en estancias apocalípticas, para que nos guardemos de irrespetarlo y calumniarlo.

Antaño la pluma y la mente, el magín y los nervios de los espectadores líricos —prosistas o versistas— asignaban al Salto una función inspiradora de pensamientos, símiles, metáforas y paradojas de alto voltaje y de innumerables kilowatios. El Salto era nuestra octava maravilla. (La novena, es la Compañía de Energía Eléctrica que puede electrocutar a la “horrísona” cascada en cuanto le venga en antojo). El Salto era una cosa grandiosa, kolosal, inaudita e inauvista. Inspiraba versos, discursos, improvisaciones. Con su eterno rimbombo, con su caída arcangélica y su satánico despeño exaltaba idilios amorosos, giras sentimentales y convites donjuanescos al aire libre y al aire puro. Era algo como un Padre Eterno de nuestra geografía y de nuestra hidrografía; la joya de América, la voz más estentórea de los silencios de los Andes. Era un monumento de literatura en bloque, de poesía en bruto, (vulgo, “materia prima”).

Pero los tiempos han cambiado y a la poesía y a la emoción verbalista han sucedido la ciencia y la industria, la alta tensión y la electrodinámica. Y el Salto se ha “bestializado”, su majestad el Salto ha perdido su prístina grandeza y su tradicional “hegemonía”. Y hoy tan sólo inspira cálculos científicos en la mente de los ingenieros electricistas y de los mecánicos ibídem. Hoy es únicamente “una caída de doce mil caballos”. Una cosa bestial. Una estupidez, una fatalidad dinámica al servicio de la ingeniería hidrofulminante. El Salto —nuestro Salto, nuestro solemne “Tequendama”— ha degenerado. Hoy no es más que una “caída”, menos importante, menos novelesca que la de una mujer o que la de un Ministro. La caída de una mujer es más inquietante. La segunda, porque la primera es común y corriente, obedece a una ley física: la de la caída de los cuerpos... elegantes. Un cuerpo elegante, “juncal” es, casi siempre, el cuerpo del delito. Y el delito es el de la seducción, injustamente achacado al hombre, porque no hay hombres “seductores” y sí hay, en cambio, mujeres “seductoras” que son las que “tienen la culpa” de lo sucedido y de lo que pueda seguir sucediendo.

Y para colmo de “caídas”, hace ya algún tiempo que un compatriota resolvió hacer del “Tequendama” algo así como un “Matadero público” para señoras y caballeros. Hubo un valiente que dio el vuelco —el salto mortal— y desde ese día empezó la serie. El mal ejemplo cunde y el prurito de imitación cunde mucho más.

Desde entonces quedó “El Salto” convertido en un “paracaídas”, en el mejor aparato para suprimirse y liquidar cuentas alegres y tristes con el mundo de los vivos y de los más vivos.

El suicidio hidráulico en la caída tequendámica evita detalles y contingencias que “el occiso” considera “molestos” desde que empieza a imaginar la tragedia. La eliminación es absoluta y no incomoda ni causa gastos a la familia, a la autoridad o a la asistencia cristiana. La autopsia, la novelería transeúnte, el folletín periodístico con las “fotos” respectivas y “el levantamiento del cadáver” —como si un cadáver fuera “hombre” para un “levantamiento”— todo eso, que no es poco, queda derogado con el “arrojo” en el horrendo precipicio. Dejarse caer, seguir la corriente, deslizarse, ir al fondo de la cuestión y... buenas noches.

Cuéntanse raras historias del antiguo e imponente Salto del Tequendama. Más de un presunto suicida llegose a la margen del agua despeñada; midió a ojos vistas la hondura pavorosa, el resonante abismo; puso el oído al magno tambor de la montaña, captó el redoble milenario y... alejose del monstruo en pavórico retroceso y con más miedo al abismo que a la muerte. Después, en un paraje cualquiera, aledaño al camino, rompiose la masa ence-fálica o la víscera cardiaca con el balín de una detonación Smith & Wesson.

Es instintiva en el alma humana la fobia a los abismos. El voladero a plomo, la hondonada silenciosa, el cauce profundo por donde el río discurre hacia la muerte; los puentes fluviales que cruzan los torrentes y se sustentan sobre las rocas marginales; los puentes ferroviarios de pasos marcados por los polines de la vía, todo eso nos sobrecoge y nos conturba con sugestiones abismáticas. Un aljibe es ojo diabólico que nos desvanece y aprisiona en los reflejos de su linfa profunda. Todo lo que baja de nuestro nivel nos da una sensación de hundimiento y disolución en la nada. Toda tierra removida huele a sepultura; el humo del incienso huele a elación mística, a supervivencia en lo infinito y a prolongación en la Eternidad. La oración es un mensaje radiofónico que lanzamos al silencio de lo impenetrable. Con la oración, respira el alma y suspira el corazón, elevándose y extendiéndose hasta más allá del misterio. Toda pena, toda inquietud, toda angustia se adulzuran de ilusión y se doran de esperanza con sólo que el alma suspire el más lindo y divino verso que han escuchado las centurias y los milenios: “Padre Nuestro que estás en los Cielos...!”.

Decíamos hace un momento que la literatura ha hecho daño al Tequendama. Antaño era una entidad respetable, olímpica, que internaba en nuestros tímpanos todo su marcial redoble y su milenario tableteo. Nadie se atrevía a irrespetarlo ni mucho menos a lanzarse en su caída, y más que una maravilla geográfica era un monumento de literatura rimbombante. Pero los versos y las prosas y los interrogantes y las admiraciones y los puntos suspensivos lo inflaron, lo desvanecieron —como a las mujeres— y luego entró en decadencia y los “desengañados de la vida”, los despechados del amor propio y del ajeno, le perdieron el respeto y por encima de él y en sus “barbas” se botan cada rato hacia la nada. Nuestra ilustre maravilla es hoy un mísero desnucadero, o, como ya se dijo: un matadero público, con útiles y se guarda absoluta reserva.

Es necesario aislar el Salto, cercarlo y entregar las llaves contraloras a una sociedad protectora de suicidas. Hay que decretar un impuesto prohibitivo sobre el suicidio, un impuesto ad valorem o quitar de ahí el peligroso monumento. Una potencia extranjera podría comprar esa caída con todos sus caballos y venderla por amperios y kilowatios en países “más” necesitados de caídas que el nuestro. Aquí, ya nos basta y nos sobra con la caída de dos ministros “empujadores”.

Hay que legislar sobre este delicado asunto. No es posible que el Salto continúe siendo cómplice, auxiliador y encubridor del novelesco delito de suicidio personal e intrasmisible. Además, el Salto mismo es un mal ejemplo objetivo y permanente, un loco que delinque noche y día, con gran escándalo y delante de Dios y de los hombres.

El Salto no es más que un “suicida” estruendoso y espectacular que hace diez mil años se está suicidando y que no acaba ni acabará nunca de suicidarse personalmente, a mansalva y sobre seguro contra incendio.

Es un desequilibrado, un pobre soñador de imposibles que está “cayendo” hace marras y “aun todavía” no acaba de “caer”.

Algo así como un Ministro del actual Gabinete Ejecutivo.

Revista Cromos, 28 de marzo de 1925.

Finalizamos esta nota con una de las incursiones del poeta en asuntos de economía política:

Esta cuestión tan ingrata
es preciso definirla:
el capital . . . es la plata
y el trabajo . . . conseguirla

Se nos olvidaba: por esas cosas de la vida, Villafañe murió: en Cali, El jueves 26 de noviembre de 1959 (como buen poeta del siglo XIX, murió de tuberculosis –no le alcanzó para la sífilis, porque era conservador). Ya en 1958 le habían hecho un homenaje: en el salón del Concejo Municipal de Roldanillo se dispuso un retrato del poeta, pintado por Jesús María Espinosa. Cuando al poeta se le preguntaba por esta distinción, respondía: “Me colgaron”. En el parque del hotel Alférez Real (donde Villafañe vivió los últimos años, en Cali) hay una estatua suya, muy bien sentada haciendo carrizo.

jueves, 17 de enero de 2008

Por fin algo bueno en un noticiero colombiano

Ayer, miércoles 16 de enero de este año que ya se comenzó a acabar, en el noticiero del mediodía del canal Caracol, en la sección que año a año dedican a los “útiles inútiles”, y en la que comentan las peticiones supuestamente absurdas de los colegios y escuelas, pusieron en la lista de despropósitos la siguiente solicitud de un colegio: diez clásicos de la literatura universal. Periodista y padre de familia se mostraban sinceramente sorprendidos por la petición, y comentaban: ¿para qué diablos se necesitan tantos libros? Y tienen toda la razón. Guardamos la esperanza absurda de que ahora que los noticieros se dedican a deplorar los clásicos, entonces la muchachada les coja gusto (a los clásicos).