jueves, 4 de diciembre de 2008

Una lección de mayéutica


Lo ilegal lo hacemos de inmediato. Lo inconstitucional toma un poco más de tiempo.
Henry Kissinger


--X: señor presidente, ¿qué opina de las acusaciones según las cuales la policía le ha disparado a los indígenas?

--Presidente: así no podemos. Ante todo, tenemos que hablar con la verdá: aquí nadie de la fuerza pública le ha disparado a la población civil. Al contrario, fíjese que han sido los indígenas quienes han maltratado a la policía. Yo sí quiero, señor periodista, pediles a los indígenas que se disculpen con la policía.

--X: señor presidente, ¿qué estaban haciendo varios representantes de los paramilitares en la Casa de Nariño?

--Presidente: aquí han habido gobiernos que han negociado con los bandidos a oscuras, por detrás. En mi gobierno todo se hace de frente, con trasparencia.

--X: señor presidente, si se fija en la pantalla del televisor, CNN está pasando un video donde se ve a un policía disparándoles a los indígenas.

--Presidente: espérese yo consulto. [Luego de varios minutos…] me acaba de informar mi general que sí hubo disparos. Y quiero pedir disculpas al pueblo colombiano porque me dieron la información incorrecta. Pero aquí estoy poniendo la cara y reconociendo los errores. También quiero aclarar que, aunque la policía sí disparó, lo hizo en defensa propia y ninguno de los indígenas muertos murió a causa de los disparos de la policía. Ellos murieron porque estaban manipulando explosivos terroristas que estallaron en sus manos.

--X: señor presidente, ¿pero a usted no le parece muy grave que la policía le dispare a la población civil?

--Presidente: mire periodista, ningún gobierno anterior se había preocupado por los derechos humanos tanto como este. Sobre todo, ninguno se había preocupado antes por los derechos humanos de los policías. Además, hay que tener en cuenta que en la marcha indígena se han cometido actos terroristas y más de treinta policías han resultado heridos y uno más perdió las manos. A mí no me preocupa que la policía haya disparado. A mí lo que me preocupa es que hayan hecho quedar mal al presidente.

--X: señor presidente, ¿no cree que los centenares de muchachos asesinados en los casos de los falsos positivos son una consecuencia de su política de premios para la fuerza pública?

--Presidente: es que no podemos confundir la eficacia con la delincuencia. Mi política de seguridá busca la eficacia, pero no la delincuencia.

miércoles, 3 de diciembre de 2008

La lección del putañero: Cioran


Filosofía y prostitución
El filósofo, de vuelta de los sistemas y las supersticiones, pero perseverante aún en los caminos del mundo, debería imitar el pirronismo de acera del que hace gala la criatura menos dogmática: la mujer pública. Desprendida de todo y abierta a todo; compartiendo el humor y las ideas del cliente; cambiando de tono y de rostro en cada ocasión; dispuesta a ser triste o alegre, permaneciendo indiferente; prodigando los suspiros por interés comercial; lanzando sobre los esfuerzos de su vecino superpuesto y sincero una mirada lúcida y falsa, propone al espíritu un modelo de comportamiento que rivaliza con el de los sabios. Carecer de convicciones respecto a los hombres y a uno mismo: tal es la elevada enseñanza de la prostitución, academia ambulante de lucidez, al margen de la sociedad, como la filosofía. «Todo lo que sé lo he aprendido en la escuela de las fulanas», debería exclamar el pensador que lo acepta todo y lo niega todo; cuando, a ejemplo suyo, se ha especializado en la sonrisa fatigada, cuando los hombres no son para él sino clientes, y las aceras del mundo, el mercado donde vende su amargura, como sus compañeras su cuerpo.

jueves, 13 de noviembre de 2008

La gruta

Como no se nos ha ocurrido nada todavía –quizá debido a una prolongada ausencia de aguardiente—, vamos a repetir invitado, mas no escrito: Carlos Villafañe con este poema épico:


En aquel dulce paisaje
do el freso rosal perfuma
y donde franja la espuma
del mar su nítido encaje
donde el lánguido celaje
del astro crepuscular
con encanto singular
tiene su imperio dorado
¡oh!, allí no me ha pasado
nada de particular.

Y un par de poemas más, notables, de los de la Gruta Simbólica. Desconocemos los autores, aunque sospechamos que el primero es de Eduardo Ortega:

Pienso cuando estoy fumando
que todos vamos al trote
que la vida es un chicote
que se nos está apagando
mas, si en el instante nefando,
Dios me viene a preguntar:
¿quiere usted resucitar?
le diré, echándole el humo:
no gracias, señor, no fumo
porque acabo de botar.

El que sigue es un verso patriótico inmortal:

Si pública es la mujer
que por mala es conocida
república viene a ser
la mujer más corrompida
y siguiendo el proceder
de esta lógica absoluta
todo aquel que se reputa
de la república hijo
viene a ser
a punto fijo
un grandísimo hijueputa.

viernes, 24 de octubre de 2008

Repetido: Grapatax

Los recientes acontecimientos del teatro nacional, sobre todo los sainetes ejecutados en el auditorio de la Casa de Nari, nos hicieron recordar (no sabemos por qué; asociación libre quizá) el discurso de celebración que el payaso Grapatax le dirige el gran Jerarca Enoch en Baol, una tranquila noche de régimen, la hilarante novela de Stefanno Benni. Así que, mientras nos inspiramos para otra entrada, aquí repetimos, motilado, el discurso (advertencia: cualquier parecido con la realidad es pura mentira de la oposición):


"¿Sabré hallar las palabras adecuadas? Espero que sí.

Dicen que el jerarca Enoch es un mafioso. Él lo niega. Si me veis en los restaurantes que frecuentan los mafiosos, no por ello soy un mafioso. ¿Acaso a quienes frecuentan los restaurantes chinos se les acusa de ser chinos? Tiene razón.

Dicen que Enoch forma parte de una logia secreta de encapuchados que se intercambian favores y traman intrigas y se regalan bancos unos a otros. Pero, ¿no es ello acaso normal sociabilidad humana? ¿Acaso no es en cierto sentido una secta una familia, un grupo solidario, un equipo de fútbol, una muchedumbre de linchadotes? ¿Amaremos acaso al moralista cínico y solitario, al estéril anacoreta, al altivo ermitaño, y no, mejor, la compañía de los más queridos amigos? […]

Dicen que Enoch hace asesinar a todos los jueces que quieren condenarlo. Pero, ¿es que acaso nuestra Constitución no proclama el derecho de todo acusado a su defensa?

Enoch, dicen, es también un corruptor. Pero es un corruptor honrado. En veinte años de corrupción, jamás nadie ha recibido de él una cifra inferior a la pactada. Es más: a veces, por iniciativa propia, añade alguna cantidad al porcentaje, al soborno. ¿Cómo describir la alegría del corrompido que se ve corromper más allá de sus méritos? ¿No sabéis que hay funcionarios que han de aguardar meses y meses para recibir el pago de sus corruptores y que, frecuentemente, no reciben más que letras de cambio y cheques sin fondos? ¿No es todo ello deshonesto? Y bien, Enoch está hecho de otra madera.

Enoch, dicen, vende armas. Ciertamente es así. Pero un arma es un objeto como cualquier otro. No dispara por su cuenta. Nadie muere por el mero hecho de tener un arma en la mano. ¿Acaso condenamos al salchichero por el hecho de vender jamones? Y, sin embargo, un jamón puede volverse mucho más peligroso que un arma. Comido en cantidad desmedida puede matar por indigestión, triglicéridos, botulismo, sofocón. Desprendiéndose del techo de un sótano puede truncar más de una vida. Además, el jamón nace de un delito. No hay que matar a un cerdo para hacer una pistola. Para hacer un jamón, sí […] Entonces, repito, ¿es acaso Enoch peor que un salchichero? […]
Enoch ha abandonado a su mejor amigo en manos de los terroristas y dejó que lo asesinaran sin mover un dedo. Porque puso el Estado por encima de la amistad.

Enoch también ha intentado un golpe de Estado. Porque puso la idea del Estado por encima del Estado.

Enoch se ha enriquecido mucho, dicen las fábulas. Tiene un velero de cincuenta metros […] Tiene una mansión repleta de obras de arte, ciento sesenta metros de impresionistas, doce metros de Caravaggio, trescientos kilos de Picasso, una pila de Klee así de alta y un montón de Chagall […]

Enoch mantiene a ciento doce queridas y a cada una le ha regalado un anillo de brillantes, un coche con chofer, un apartamento, un canal de la tele y un despertador de cuarzo. Tiene terrenos, villas, bancales, […], islas y viñedos.
¿Y bien? ¿Hay algo de malo en querer poseer un techo, amar el arte, hacer regalos a las personas amadas?

Enoch, dicen, es el propietario del noventa por ciento de los periódicos y quiere el monopolio completo de la información. Embustes. No sé dónde lo habéis leído, pero aguardad otro diez por ciento y no volveréis a leerlo.

Enoch, dicen, es un hombre peligroso para nuestra democracia. No logro ver ese peligro. A decir verdad, tampoco logro ver a nuestra democracia […]

Tal vez algún día Enoch os mate. Como para morirse de risa".

martes, 7 de octubre de 2008

Ramón Illán Bacca


Viejo querido, inteligente y conversador insuperable, Ramón Illán ha ido dejando ahí, como buen costeño, como quien no quiere la cosa, una obra narrativa cuya lectura siempre es regocijante. Ya es hora de que alguien reedite Débora Kruel (novela) y Marihuana para Göering (cuentos), dos de sus mejores libros. Para que queden antojados, aquí dejamos un fragmento de “Marihuana para Göering”, la historia de un juez ingenuo pero quizá por eso mismo justo, que se enfrenta solo, aun con la policía en contra, a un mafioso guajiro en plena bonanza marimbera. Quien quiera conocer el destino del juez Göering, pues búsquese alguna de las escasas ediciones del libro, que este blog no está para violar los derechos de autor de los baccanes.

Marihuana para Göering

Una noche, cuando veía en el cine a Rosita Quintana y Arturo de Córdova bailar un bolero intenso, el secretario le tocó el hombro interrumpiéndolo.

-- Perdone, pero es urgente. Hubo un lance con resultado de dos muertos y un herido.
-- ¿Qué fue exactamente, secretario…?
-- Bueno, pues yo oficialmente no sé nada, pero dicen que fueron Chicho y José Durán, usted sabe, cosas de marihuana, un mal reparto tal vez…

Se hicieron todas las ritualidades del levantamiento de los cadáveres y al lado de uno de ellos se encontró un sombrero con las iniciales de José Durán en el dorso. "Que se tome como indicio necesario", ordenó. "No se lo recomiendo", le aconsejó el secretario. Esto sólo logró enfurecerlo. "Haga lo que le digo". Así se hizo, no sin que antes el secretario arqueara las cejas y mirara dubitativamente a los policías acompañantes.

Prosiguió con bríos el sumario. Era su primer gran caso y por primera vez decidió tomar las riendas del juzgado y aprender. Estaba poseído del espíritu de la Investigación Göering versus Marihuana. Ante la reticencia de su secretario, él mismo, de su puño y letra, dictó la orden de captura contra José Durán.

El "Repórter Esso" como se llamaba a la comadrona del pueblo, le aconsejó: "no hagas nada. Haz como el anterior juez, échale tierra al asunto. Durán es capaz de matarte".
No hubo fuerza en el mundo capaz de disuadirlo, ni aun con morbo, pues la comadrona empezó a tironearle los dedos de los pies. Refinamiento Oriental aprendido en "Selecciones" (Memorias de un marino gringo en el Japón, cuyo apellido era Butterfly).
Cualquier tarde y cuando estaba en un taburete sentado en la puerta del juzgado, arregostado contra la pared y leyendo el periódico del día anterior, oyó el alboroto. Alguien preguntaba por él a grito pelado. Pronto tuvo en frente a un hombre alto, fornido, moreno con un sombrero colosal y el par de revólveres más grandes que hubiera visto en su vida.

-- "Yo soy José Durán y usted me mandó esto"— agitó frente a su cara la boleta de captura.

"Ciertamente" –contestó el juez con un hilo de voz mientras con la mirada buscaba desesperadamente algún policía. Estos habían desaparecido en lontananza. Se sobrepuso sin embargo y le dijo:

--"Pase a mi despacho, que necesito formularle algunas preguntas".

Para su sorpresa, el hombre accedió sin protestar. El secretario, con las manos temblorosas, no podía meter el papel en la máquina de escribir.

-- “Pero antes se me quita el sombrero”. No sabía de dónde estaba sacando tanta fortaleza, pero se sabía representando toda la majestad de la justicia.

El hombre presentó una declaración amañada en donde la ayuda del secretario fue decisiva. Si el juez hubiera sido más atento lo hubiera notado, pero su inocencia en cuestiones de procedimiento era total.

Más tarde, al verlo pasar cerca al bar, José Durán le gritó:

-- “Ajá, juez, ¿y cómo van esos sumarios…?”

Sintió arderle el rostro de rabia e impotencia. Alcanzó a ver de reojo que Durán conversaba con el marido de Josefa Pastora y sintió que daba el salto de la angustia al miedo.

jueves, 11 de septiembre de 2008

Condenado por la ley y perdonado por nosotros: Tibor Fischer, Filosofía a mano armada


Nacido en Londres en 1959, de padres húngaros, su primera novela –Bajo el culo del sapo— pasó por el escritorio de 50 editores antes de que una pequeña editorial se decidiera a publicarla. Vino otro golpe de suerte: apenas publicada esa primera obra, Granta incluyó a Fischer en la lista de los mejores escritores ‘jóvenes’ (claro, se supone que con menos de 40 uno es joven) británicos. Su segunda novela, Filosofía a mano armada, fue mucho más fácil de publicar después del espaldarazo de Granta, y es una comedia negra del pensamiento. Eddie Féretro, profesor de filosofía en Cambridge, borrachín perdido y estafador de fundaciones culturales, sale por la puerta trasera de la universidad al ser sorprendido por la policía en el suelo de un cuarto de hotel, rodeado por revistas de pornografía infantil. Viaja a Francia y, en una serie de episodios delirantes e hilarantes, se une a Hubert, y conforman entre ambos La banda del pensamiento, un dúo de atracadores de bancos con ideas filosóficas. He aquí algunas de las reflexiones de Féretro:

Mientras está esposado, en pelota, tirado bocabajo y con una bota policial en la espalda:

“El problema con Nietzsche –quien, en cualquier caso, nunca dio instrucciones sobre el comportamiento que debe seguirse mientras se está esposado sobre un suelo helado en circunstancias indignas— es que uno nunca puede saber con seguridad cuándo está diciendo una imprudencia y cuándo no”.

Luego de que le muestra una pistola a un sujeto que pretende pegarle:

“Lo bueno de la fuerza bruta es que funciona. La fuerza bruta tiene mala prensa porque la gente que se dedica a la prensa no sirve mucho para emplearla. Es verdad que la retórica tiene sus méritos, y quizás habría sido un logro más importante haberlo persuadido de la locura de la beligerancia, pero nos habría llevado largo tiempo, y estábamos interrumpiendo el tráfico”.

“Tener en la mano una pistola es como estar en el lado correcto de un diálogo socrático”.

Diálogo con Hubert, antes de atracar un banco:

“—¿Qué método filosófico vamos a usar?— preguntó Hubert.

—¿Estás tomándote esto en serio?– comenté, cuando vi que sacaba un cuaderno. Especulé acerca de lo que podría impartir en los diez metros que nos separaban del banco. –Muy bien. Vamos a tomar la escuela del sentido común. Un nódulo muy subestimado. Los muchachos la silenciaron como si amenazara con llevar el negocio a la bancarrota. John Locke, 1632-1704, fue su mejor representante. Está la obra de Thomas Reid 1710-1796. Lee Investigación de la mente humana sobre los principios del sentido común, de Reid. Respaldado por Gemeinsinn de Mendelsohn en su Morgenstunden. Créeme, podría seguir. El sentido común nos dice que entremos ahí con una gran pistola y nos llevemos el dinero”.

Más adelante:

“—Explícame sólo lo esencial— me decía Hubert una y otra vez.
Sólo porque damos por descontado que se necesitan varios años de estudio de la filosofía en la universidad para poder tener un empleo ¿es de veras así? Seguramente, si uno sabe algo, debería ser capaz de diseminarlo en una muestra de precio reducido.
Se me ocurre que con las demandas que se nos hace en nuestro tiempo de ocio, una cartera de mano del tamaño de una billetera capaz de contener los Diez Principales éxitos filosóficos podría ser una empresa rentable. Garabateé algunas de las prosificaciones más sobresalientes:

1. «Hoc Zenon dixit»: tu quid? (Séneca).
2. On ne saurait rien imaginer de si étrange et si peu croyable, qu’il n’ait dit par quelqu’un des philosphes (Descartes).
3. Stupid bin ich immer gewess en (Hammann).
4. Temístocles al mando de una cuadriga tirada por cuatro rameras a través del ágora de Atenas, en el mejor momento del negocio.
5. Ceno, juego un partido de backgammon, converso y me alegro con mis amigos; y cuando después de tres o cuatro horas de diversión me propongo retornar a estas especulaciones, me parecen tan frías y tensas y ridículas, que no puedo encontrar en mi corazón la manera de avanzar más en ellas (Hume)…”

Un último diálogo, a la manera platónica:

“Hubert insistió en otra píldora filosófica antes del golpe, de modo que, después de haberle informado debidamente, hicimos un socrático. –Entonces, Hubert, ¿qué es lo que propones? –Propongo que busquemos trabajos honestos. –¿Cuál sería, Hubert, el motivo para ello? –Ganar dinero. –¿Te parece posible que tú, una ruina sin talento e infraeducada, y yo, una ruina sin talento y sobreeducada, podríamos conseguir algún puesto de sueldo razonable? –Lo dudo muchísimo. –¿Y no sería más eficaz caminar hasta ese banco que tenemos delante y despojarlo de su lucro? –¿Debería protestar un poco más?”

Una sugerencia interesante: los filósofos se dedican a buscar la verdad, pero su problema es de método. Féretro nos recuerda que si le aplicas una picana al cliente en los testículos, es muy probable que obtengas la verdad, toda la verdad

Tibor Fischer, Filosofía a mano armada, Tusquets, 1997.

lunes, 11 de agosto de 2008

De metaliteratura y otras ofensas

Se nos ocurrió una noche mencionar en medio de algunos tragos, acompañados aquel día por Martín Franco, que Bolaño se había convertido en una especie de moda entre cierto tipo de..., digamos, lectores. Después Carlos A. fue más lejos y comentó en Libélula Libros que los lectores de Bolaño eran una suerte de esnobistas. Ese fue el comienzo de una serie de chistes y comentarios con más de un sentido de uno y otro lado. Sin embargo, ninguna respuesta al comentario fue tan dura como la de Misael Peralta, quien publicó el siguiente texto, en el Boletín de Libélula, en contra de la afirmación de Carlos A. Lo ponemos en este blog por una razón: sabemos que fuimos atacados en lo más profundo de nuestros egos, pero no sabemos cómo. Ambos hemos tomado la decisión de salir a defender nuestro honor, pero como no estamos seguros acerca de qué es exactamente lo que nos están diciendo, les pedimos el favor a nuestros lectores de que nos pongan en el lenguaje de nuestro querido Echandía estas palabras, a ver si por fin entendemos.

Metaliteratura e intertextualidad

Por la boca muere el pez, dicen. La literatura es también un pez que pocas veces se aborda por la boca y muchas veces por la estructura, la forma, la poética, la gramática, la trama –palabras que matan a otras palabras, que esquivan la boca, en supuesto-.
La boca entonces puede ser pluma, o ahora -para ser menos romántico-, tecla. El autor (A) (ese personaje irresoluto cada vez más ambiguo, más oscuro, más indescifrable) desaparece en los contornos de la literatura cuando más se planea encontrarlo. Casi lo mismo pasa con el lector (L). Se define más la identidad de L en lo que no se lee o en lo que está por fuera de los libros.
¿Qué está por fuera de los libros? Cada vez es más difícil establecer esa barrera porque la literatura, de alguna forma, se inventa la vida, y la vida se confunde y se rinde ante el riesgo de la ficción o de la recreación.
Aparecen entonces los detractores (que son muchos y radicales), de las dos palabras que –a modo de boca- titulan este texto. Y ante la confusión y el horizonte desdibujado de L y A, se tientan muchos a tomar posición, y los que quedan al otro lado de los detractores, somos (nombrados) esnobistas.
La palabra tiene un corte que parece lascivo, pero que finalmente redunda en coherencia.
Básicamente un esnobista es un imitador. Un imitador –con afectación.- de las maneras y opiniones de aquello o aquellos que considera distinguidos. (según el diccionario de la RAE).
Suena mejor entonces. L imita con afectación (¿con conmoción?) esas voces de la literatura, sus cortes, sus estilos, y los apropia. L y A se confunden, la vida y la literatura llenan de niebla los estuarios que guían sus corrientes.
Esa carencia de certezas abre las puertas de ese hermoso riesgo de perderse en las letras y dejarse ir en las palabras. La metaliteratura, blindada palabra, cubre los hilos desde los tiempos del Quijote, de
Niebla, de Borges, y ahora de Bolaño, de Vila-Matas, de cada A que se ha asumido en la crisis de morirse por la boca, en cada tecleo que constituye su obra.
Intertextual, cada diálogo espontáneo, cada objeto que se connota frase o personaje de papel, cada recuerdo, cada libro que se crea como parte de varios, cada ejercicio Proppiano -o inapropiado-, cada frase que refugia a otra que no se delata o se esconde entre las páginas mohosas de un libro cerrado.
Palabras, palabras que cuando saltan a la evidencia, cuando desfilan pomposas, se piensan absurdas y carentes de todas las virtudes clásicas de la literatura. Palabras, que en supuesto, acaban con el pez, con la literatura.
Palabras, que transforman al pez L, y que pueden causarle malestar estomacal o infección, pero que también le pueden mostrar esa sustancia connatural a todo lo que ingiere, a todo lo que vive en el aleteo de las páginas. Aleteo, bello aleteo de Libélula, que durante siete años nos ha dejado reinventar la ciudad y encontrarnos con otros lectores confundidos, autores posibles, personajes inventados, peces con riesgo de intoxicación o gula, que coinciden en la casualidad de la ficción o de la invención de lo real.
Misael Alejandro Peralta—Libélula libros

domingo, 20 de julio de 2008

Vallejo: el mensajero


El ritmo en el que está escrita es el de la vida errática del protagonista: de Colombia a Guatemala, de aquí a México, luego a Cuba, luego a México, luego a Honduras, al Salvador, a Perú, a Colombia otra vez, y a México a morir. La pesquisa de Vallejo sigue la misma ruta que la búsqueda de la identidad que marcó la vida de Barba Jacob (o Ricardo Arenales, o Juan Sin Tierra, o Juan Azteca, o…). La biografía se convirtió en “una carrera contra la muerte”. Contra la muerte de Barba Jacob y de quienes guardaban en su memoria los recuerdos de los recuerdos de Barba Jacob; lo único que queda: una fuga o, mejor, el rastro de una fuga. No sólo por su obstinación en revisar las huellas que dejó el poeta, sino también por su estilo torrencial, Vallejo era el indicado para escribir esta biografía. El autor, desde luego, no pierde la ocasión de lanzar algunos de sus dardos contra figuras de renombre. Una de sus víctimas a lo largo del libro es el gran Octavio Paz: “Hay en este país un loco, un loco pretencioso, que ha dicho, escrito, que el único que desafinaba en la segunda edición de “Laurel, Antología de la Poesía Moderna en Lengua Española” era Barba Jacob. Ese loco pretencioso es un poetilla soso de nombre insulso, al que también, como a Echeverría, le llevaron a Barba Jacob al Hotel Sevilla. Quién sabe qué le haría. Se llama Paz, dizque Octavio Paz…” En eso sí no nos metemos.

miércoles, 16 de julio de 2008

un bar es un bar es un bar

He aquí una de las eruditas intervenciones de Pablo R. en el festival malpensante 2008. La culpa se la pueden echar a Camilo Jiménez, que era el moderador de la mesa: más o menos como ponerle a Maradona de tutor espiritual al Tino Asprilla (de izq. a der.: Jorge Morales, Pablo R., Mauricio Guerrero y Camilo Jiménez):

viernes, 11 de julio de 2008

La patria era el lenguaje: Alejandro Rossi


En Bartleby y compañía, Vila Matas expresó con elocuencia una duda y una certidumbre que nos ha acosado a muchos: la existencia de escritores que no escriben o que escriben poco o que cuando escriben lo hacen como susurrando cosas al oído, como usando la voz para negarse a hablar por el recurso de usar las palabras escritas por otros. Es lo que nos pasa con el Dr. Calle, por ejemplo, cuya columna en el boletín de Libélula libros siempre sorprende por esa forma de presentar una visión propia envolviéndola en citas ajenas; un escritor que no escribe sino que selecciona y, finalmente, logra fragmentos memorables hechos de jirones arrancados a los otros.

Leyendo a Alejandro Rossi encontramos por fin una enunciación elegante y convincente de esta sospecha vuelta certeza: un escritor no siempre es el que escribe. Aquí va:

[La literatura…] ha sido, más que la filosofía, mi santo y seña para mezclarme con la realidad. La literatura me ha dado la gramática básica para estar en el mundo. Aquí sería bueno hacer un distingo. La literatura como un conjunto de obras y la literatura como una disposición humana. Por un lado los libros y los cuentos orales y, por otro, la inclinación a convertir la experiencia en una suerte de narración continua, como si todo lo que me pasara fuera una historia, un cuento, a veces redondo, a veces inacabado, pero siempre bajo la forma narrativa. Yo era ese muchacho que llamamos “cuentero”, aquel que no puede dejar de hilvanar los hechos a un ritmo de relato. En ocasiones divertido y en otras exasperante. Con lo cual quiero decir que esa disposición, cuya explicación eludo, nos coloca en la literatura aunque no hayamos escrito ni un renglón. Luego, si hay buen destino, vendrán los aprendizajes de la artesanía. En efecto, yo he sido por largos años un escritor oral y un lector más o menos dedicado. Lo que no debe entenderse, por supuesto, como si nunca escribiera nada. Ya he contado en otro sitio que el ambiguo padre Furlong me obligaba a redactar unos textos sobre temas cuasiabstractos –una llave, una silla, un sombrero— y cómo el jesuita bravo los corregía con su violento lápiz rojo. Viví, pues, en la literatura, en constante disposición literaria, aun cuando fuese casi virgen de publicaciones. Ahora bien, la relación con la literatura está marcada por una situación esencial: la extranjería. Aunque no exclusivamente, también una peculiar extranjería lingüística. La literatura se escribe o se crea desde lenguajes específicos y cada uno de ellos ofrece un repertorio retórico con el que tenemos que luchar. Pero antes del momento literario cada escritor se mueve en una lengua que lo rodea en su cotidianeidad. Esos sonidos, palabras, giros, dichos, tonos, imágenes, asociaciones, son el magma desde el que se decanta la escritura. Es un hecho fundamental. Por eso quiero evocar cuál fue mi situación particular. Nací entre dos idiomas, el italiano y el castellano. El italiano era la lengua de mi padre, ciudadano de Florencia, y el español la de mi madre, una caraqueña con muchas visas en el pasaporte. Mi padre, naturalmente, me hablaba en italiano y mi madre en los dos: en la intimidad me cuchicheaba en castellano y en público en italiano. Se mezclaban un poco los dos, pero predominaba la lengua de Florencia, el lugar de mi nacimiento y de nuestra vida de entonces. La primera educación fue en italiano y, lo que es más significativo, en italiano charlaba con mi hermano, con los compañeros y, en una edad temprana, con una imborrable mujer –suerte de niñera—, mi interlocutora mayor, desaparecida en la Segunda Guerra en un campo de trabajo alemán, una de esas mujeres de origen campesino que hablan con una viveza y propiedad maravillosas, las verdaderas dueñas de la lengua. El español estaba, pues, circunscrito a una práctica de alcoba y al trato con mis parientes maternos en sus frecuentes visitas y durante algunas vacaciones que pasé en Venezuela, la lejana Venezuela, que alcanzábamos en prolongados viajes de mar. En esas temporadas de trópico suave me empapaba de un castellano cruzado de andalucismos, todo canario y ecos africanos, herencia que, por supuesto, todavía guardo. Sin embargo, el italiano predominaba y recuerdo la molestia que padecía en una escuela, a la hora de comer, por no venirme a la cabeza la palabra “cucharita” –que me faltaba para el postre— y el grito, en realidad alarido, con que la pronuncié cuando al fin apareció: ¡cucharita! Fue como un primer examen de castellano […] Más tarde –aunque no mucho más— ya en Roma, asistí a un colegio mixto de idiomas dirigido por unas monjas españolas. Allí tuve un encuentro sintáctico con el español. No pienso en las espesas páginas del padre Coloma que me dictaba una de ellas en las horas inmóviles de la siesta. Sino en una mañana en que, durante el recreo, varios niños y yo nos peleábamos en el baño por ver quién –seré púdico— se aliviaba primero. De pronto apareció la bella y terrible madre Juana, la directora. Me tomó por un brazo y con un rostro severo –y cada vez más hermoso— me dijo silabeando despacio: “¿Sabes cómo se llama al que hace eso? Se llama un sinvergüenza”. Me produjo un curioso efecto. En lugar de reflexionar sobre el acto supuestamente reprensible, entré en un estado de contemplación lingüística, asombrado de que la palabra que hasta entonces había entendido en bloque como una sola, en realidad se compusiera de dos y significara no tener vergüenza, sin-vergüenza. Una inesperada lección de filología que sirvió de alerta idiomática. Lentamente, de manera lateral, me fui colando en el español. Siguió, en plena guerra, un tránsito por Sevilla y, después, el viaje definitivo a Hispanoamérica, el que trae el asentamiento en el idioma y el inicio de una extranjería permanente. Creo que la paulatina distancia, en este caso de la lengua paterna, propició una carencia de la que siempre me he dolido: una incapacidad para escribir poesía en español. En el intercambio de lenguas perdí algo que, entreveo, es esencial. Claro, a lo mejor ésta es una excusa honorable para disfrazar una limitación congénita. Tal vez, pero ocurre que en italiano tengo mayor facilidad –aunque la ejerzo rarísima vez—, digamos, para versificar y entonces me planteo si no habrá alguna razón más allá de los defectos personales. Sin generalizar demasiado y sin ahuecar la voz me parece que en el idioma de la infancia se aprende el ritmo y la cadencia que el poeta natural utilizará más tarde. También se adquiere el tono y el tejido de asociaciones y palabras y sonidos. En la lengua primera se da ese milagro difícil de explicar que es la “palabra viva”. Aludo a ella –no soy capaz de definirla— como esa palabra palpitante que irradia una energía inagotable. Yo acudiría, para acercarme algo a ella, a la vaga distinción entre símbolo y representación. La palabra viva sería la que representa el sonido, el color, el peso, la masa de un objeto, la que parece el único signo, la única palabra posible para nombrar, digamos, el “agua”, la que nos muestra esa cualidad cristalina, ese ruido de líquido en movimiento. Con la palabra viva estamos a la menor distancia posible del mundo y de nuestra memoria del mundo. Con el símbolo se pierde esa inmediatez, esa aura, es lo que sucede cuando hablamos un idioma extranjero, sabemos que ese fonema significa “pan”, pero sentimos que es un intermediario un poco mezquino y exangüe. Intuyo que la habilidad poética se nutre de ese fondo original. Lo cual lleva a preguntarme qué sucede cuando escribo en castellano una escena que pasó en italiano, es decir, cuando recuerdo en español lo que viví en italiano. Quizá el lector no lo advierta, pero sí el que escribe. Si, por ejemplo, yo escribo “Stamattina ho visto a Eva. S’avvicinó e mi domandó: Che fai bello? Era come la padrona della spiaggia”, y después redacto en español aquel instante del antiguo verano y digo: “Esta mañana vi a Eva. Se acercó y me preguntó: ¿qué pasó, guapo? Era como la dueña de la playa” –¿no hay cambio alguno?—. No me refiero a los problemas normales de traducción de un idioma a otro, sino a cuál de las dos versiones expresa mejor aquel recuerdo, aquella emoción. ¿Cuál sería el idioma ideal para describirla? Si tuviese que elegir ¿cuál de los dos sería, según mi gusto, el más adecuado? ¿Se me queda algo en el tintero si lo hago en español? ¿Es una ilusión esa lejanía que siento, esa como falta de corporeidad? ¿Es una ilusión la debilidad asociativa que percibo, como si no recogiera las múltiples conexiones de la escena, como si fueran palabras sin memoria? ¿Qué hace allí la palabra ‘guapo’, más desafiante, menos sensual y que endurece así la expresión “Che fai bello”? Pero, ¿no tengo acaso acceso a ese recuerdo de una manera directa tal que pueda recobrarlo en cualquier idioma con la misma densidad emotiva? Sospecho que no. Sospecho que esos recuerdos y esas emociones están escritos en un idioma particular. Si fuese de este modo, yo estaría obligado, al escribir sobre ciertas zonas del pasado, a una continua transacción entre el lenguaje del recuerdo y el otro, que me impone sus ritmos y correspondencias. No es una situación dramática, es simplemente un problema estilístico, uno entre otros.

También era un acertijo estilístico el que me planteaban los cambios geográficos y la extranjería. Pienso en la ausencia de un lenguaje de la calle que fuera específicamente mío, en la carencia de ese arco que va de la lengua del patio y de la cuadra pendenciera a la literatura. ¿Cuál hubiese podido ser? ¿El de Florencia, el de Buenos Aires, el de Caracas? Cuando bajé en un avión a la Ciudad de México, año 1951, era ya tarde. La vida tiene sus tiempos. Por eso, por todo eso, tal vez, la preferencia por las prosas tersas y deliberadas, por el metalenguaje, por las parodias, por las narraciones incrédulas, las que tantean, como un bastón de ciego, la realidad, las que construyen el cuento de la vida como una incertidumbre y una adivinanza. ¿Y no es eso una especie de “investigación lógica” de las razones para afirmar esto o aquello? Aquí, precisamente aquí, está el punto de intersección de la filosofía con la literatura. No en la presentación aparentemente literaria de opiniones filosóficas, no en una prosa coqueta hinchada de tesis pretenciosas, ni tampoco en la utilización didáctica de recursos literarios. No, el punto de intersección se da en la técnica narrativa, la cual supone una suerte de actitud epistemológicamente semejante frente a la literatura y a la filosofía. ¿Es extraño, entonces, que un viejo aficionado a la filosofía analítica se incline por esta literatura? O lo contrario: ¿no es natural que quien en su adolescencia se deslumbró con la prosa de Borges se sintiera atraído por aquellos manuales de lógica escolástica y luego, con el correr de los años, por las preguntas de Wittgenstein?

Tomado de “Cartas credenciales”, discurso de la Ceremonia de ingreso a El Colegio Nacional, febrero 22 de 1996, en Obras reunidas, F.C.E., México, 2004, pp. 499-506.

sábado, 5 de julio de 2008

Recomendado del Dr. Calle: Carlos Marcucci

Si busca en Google, probablemente encontrará que Carlos Marcucci fue un formidable bandoneonista argentino, nacido en 1904 y muerto en 1957. Pero este recomendado del Dr. Calle debe de ser otro. Porque la editorial L.H. publicó una antología -"Trompitas pintadas"- mucho después del deceso del bandoneonista, y el compilador fue Marcucci. La misma editorial publicó "El chiste que más me hizo reir" (1972), de donde proviene el siguiente relato. Por ahora, por favor, a quien encuentre algo sobre este segundo Marcucci, le rogamos que nos lo haga saber. Aquí va:

Bernardo Jobson y su propia parte de atrás

"No es lo mismo una conducta recta que un recto conducto."
(Apocalipsis 14;5)

Bernardo Jobson es una especie de oso de casi dos metros, más de cien kilos y un humor que puede llegar a desarticular a un autor de necrológicas. Cuando lo entrevistamos en el café La Paz no imaginábamos que podría relatarnos una anécdota tan descojonante, tan llena de desparpajo porteño, tan absurda y real como la que narró con lujo de gestos y ademanes.

“Todo comenzó con un dolor tremendo en el culo, un terrible dolor en el culo que hizo que tuviese que pedir el correspondiente permiso para la atención médica. Cuando me dirigía a la oficina del jefe pensaba más o menos lo siguiente: ...El problema es que el jefe no me va a creer ni una sola palabra de todo lo que le diga. Le he hecho tragar ya tantas milanesas, tantas albóndigas súper condimentadas que ésta no me la va a creer. Pienso en alguna excusa potable, pero me da un poco de bronca: ¿una vez que tengo una razón valedera para ausentarme de la oficina voy a tener que apelar a una mentira? ¿Tan mal anda el mundo?...

Pensaba en toda esa filosofía pero sabía que la dialéctica no me absolvía del dolor que tenía desde la mañana y que amenazaba con la posibilidad de que la gente me creyese un deforme, al margen de haberme transformado en la máxima atracción del día en el subte, al proferir unos chillidos austeros pero evidentes. Trato de sentarme pero en ese momento vuelvo a sentir como si una tachuela me hubiese penetrado hasta la garganta. Por supuesto, las tachuelas se supone que pinchan en el culo y la mía era una tachuela totalmente ortodoxa. No me podía sentar, no me podía quedar parado, no podía quedarme un minuto más en ninguna posición. Y le gustase o no al jefe, allá fui. Con la verdad no temo ni ofendo y me paro frente al escritorio del salomónico.

—Plata no hay —me ataja—, y si necesitás plata porque se te murió algún pariente, antes me traés el certificado de defunción. Mirá, ni siquiera con el certificado. Únicamente contra presentación del cadáver.
—Jefe no quiero plata... —le digo, y agrego— por ahora.
Porque en ese momento pienso que en una de esas voy a tener que comprar un remedio y ante la presentación de la receta no podrá decirme que no. Mirá vos —me digo— ¿cómo no se me ocurrió antes ese yeite?
—Ni ahora ni nunca, ni siquiera a fin de mes... ¿Sabés que sos el único en la historia de esta empresa que cobra por adelantado? Ya tenés un mes de sueldo en vales...
—Jefe, perdóneme, pero no estoy de humor hoy. Todo lo que quiero es permiso para ir al hospital.
Hay que ver el conflicto que esto le produce. (¿Quién será : un pariente, un amigo, algún amor lejano…?) Pero reacciona.
—Sangre diste la semana pasada. Te fuiste a las 9 y no apareciste en todo el día.
—Jefe, usted se confunde. Que yo mida 1,95 y pese 102, no quiere decir que si me sacan medio litro del vital elemento, no quede medio dopado.
—Bueno, no sé, pero parientes vivos ya no te quedan, según me consta. ¿Quién es el moribundo ahora…
Nadie. Soy yo el que quiere ir al hospital, ahora mismo.
— ¿Qué te pasa? —esto lo dice enojándose consigo mismo, porque ya está entrando por la variante.
—Jefe, no me lo va a creer. ¡¡No me lo va a creer!!
No sé qué cara pongo, pero sí la que pone él. Se asusta: ¿Corazón, hígado, pulmón?, al mismo tiempo busca el término ese, difícil, ese término que cuanto mejor lo dice la gente, más se piensa en el gran médico que perdió la sociedad.
— ¿Algún trastorno cardiovascular?
Niego con la cabeza.
— ¿Visceral?
—Tampoco —digo.
Y como ya está a punto de agotar su diagnóstico precoz, apela a lo increíble, a lo que no puede ser en esta época.
— ¿Me imagino que no tendrá nada que ver con el sistema génito-urinario, ¿no?
—Y, más o menos —le contesto—, tengo un grano en el culo.

Diez minutos después estoy parado en el hall del hospital Pirovano mirando la guía de consultorios externos. Parezco un tailandés recién llegado buscando la temperatura media de Jujuy en la guía de teléfonos. No sé qué especialidad elegir: ¿"enfermedades secretas", "culología", "anología", "ojetología"? No figura ninguna, y a esa enfermera de la mesa de entradas no le pienso preguntar ni aunque me muera. Si fuera vieja todavía, pero no tiene más de 25 y hay que ver lo bien que está.
El portero, o algo así, acude en mi ayuda. Y como todos los porteros tienen obligación de ser médicos frustrados, cancheros viejos, empíricos de la medicina, que lo ven a uno y ya saben lo que tiene, me pregunta:
—¿Algún problema, señor? ¿Busca a alguien?
—Sí, la verdad que sí. Pero no sé exactamente a quién.
Juro que mi respuesta fue totalmente natural, pero él ya sospechaba algo turbio.
— ¿Alguno de los doctores?
—Sí, pero no sé cuál puede ser...
Los puntos suspensivos fueron benévolamente acogidos por el portero.
—Algún problema... —y mientras se apoya en una sonrisa comprensiva y paternal, agrega— Me parece que usted busca dermatología: primer piso, consultorio 23. Dígale al doctor que lo mando yo.
—Perdón, ¿dermatología? Y... ¿qué atienden allí? Quiero decir, si uno tiene...
— ¡Eh, por favor! Yo también tuve que ir cuando era joven... —y luego de asegurarse de que nadie lo ve, agrega—: tres veces. Claro, eran otros tiempos, ¿no?
—Sí, no va a comparar —le ratifico, mientras pienso que dermatología no puede ser. Que la piel del culo me duele, que de eso no hay duda, pero que no hay relación. Además, me duele cada vez más y antes de tener que relatar, por segunda vez, la cruda verdad, me tiro un lance y digo:
—Creo que es ortopedia.
Como a cualquier personaje orillero, lo tumba el asombro.
— ¿Ortopedia? Pero si usted camina lo más bien.
—No vaya a creer, hay momentos en que no puedo...
Comienza a decepcionarse, todo un caso social que él creía tener como primicia absoluta, ahora se le va diluyendo.
—Ortopedia —le insisto—. ¿No es donde curan las enfermedades del ort*, o algo así?
—Dígame, señor —me pregunta ya totalmente ofendido—. ¿A usted qué le duele?
—Bueno, para serle franco... me duele el culo, ¿qué quiere que le haga?
No tiene ninguna anécdota al respecto y no sé si me la hubiera contado en el caso contrario. Lo miro fijo. Ya me odia. Dice entonces secamente:
—Vaya a la guardia. Ahí lo van a atender. Parece mentira.
Cuando me dispongo a irme, la vocación lo traiciona y me dice:
—Tómese un Geniol... o dos.
Le agradezco la insólita receta y enfilo para la guardia. El continente americano se ha enfermado hoy, y me pongo en la cola.

Las proporciones de la fila hacen dudar si llegaré vivo a que me atiendan, pero, a la vez, pienso que me da el tiempo suficiente, para ver qué le digo a la mina que está sentada en un escritorio y distribuyendo el juego como un hábil mediocampista:
—Usted allí, usted acá... hoy está prohibido enfermarse del hígado, el reumatólogo tiene hepatitis...
Pienso en lo que voy a decirle.
—Me duele el recto (y todo el mundo pensando qué lástima, un muchacho con ese físico y maricón).
—Quiero que me revisen el recto (y la misma conclusión, ahora ya sin ninguna duda sobre mi desviación sexual).
—Busco al rectólogo (y lo mismo; éste quiere disimular que es maricón, lo cual no deja de ser peor. Por lo menos, que afronte su desgracia con altivez, caramba).
La cola se acorta, faltan dos tipos y no sé todavía qué voy a decirle, entonces pienso que el punto que está delante mío me puede salvar. Quisiera ver cómo le explica él, que tiene bichitos juguetones, así aprovecho la bolada. Él entonces crea un antecedente y lo mío se hace menos grave.
Cuando le llega el turno, la enfermera le pregunta nombre, apellido, edad, domicilio y por poco hincha de quién. Con soberbia cara de otario me acerco a escuchar el crucial diálogo.
— ¿Qué problema tiene? —pregunta elle, y él, a punto de caérsele la cara de vergüenza por lo frágil ser humano que es, responde:
—Tengo una uña encarnada.
Pienso en la famosa clínica de diagnóstico que podríamos fundar el portero y yo y luego de dar mi filiación, la enfermera me mira y me pregunta con la mirada: ¿qué problema tiene? Yo, mudo. Finalmente accede al ritual.
—¿Qué problema tiene, señor?
—Bueno... tengo un dolor.
Apoya la cabeza en la palma y me vuelve a mirar. Está esperando que le diga dónde.
— ¿Sí? —me pregunta, dejando en el aire: "¿qué me dice?"
—Sí —le contesto.
El agitadísimo diálogo no deja de constituir una escena pintoresca que matiza la espera de todos los pacientes. Todos miran, detrás mío, no hay nadie. Esto puede durar todo el día. Pienso: "Ayúdame, miss Nightingale. Vos sabés de estas cosas".
— ¿Dolores durante la micción? —me pregunta sutilmente.
Dolores durante la micción parece el nombre de una mina de la sociedad colombiana, pienso.
—No —le contesto. Y con un gesto le indico que siga intentando.
— ¿Dolores génito-urinarios? —me pregunta ahora un poco enojada, y antes de que se le ocurra la próxima posibilidad dolorosa, un sifilólogo frustrado opina en voz baja para que lo oigan todos:
¡Debe ser para dermatología, señorita!
—Señor, por favor, ¡no podemos estar todo el día con esto! Si usted no me dice que le pasa ¿Problemas génito-urinarios? —Insiste.
—Señorita —le digo con tono lastimero— no son génito-urinarios, pero... alguna relación tienen, no sé. El recto, ¿tiene algo que ver con el sistema?
Claro, la palabra es un cheque al portador. La noticia entonces recorre el hospital, pero el epicentro del fenómeno se centra en la guardia. El tipo de la uña encarnada me mira diciéndome con los ojos: "no te da vergüenza, si yo fuera tu padre te volvía a romper el culo, pero a patadas", y una madre le dice a su hijo: "vos vení para acá", y lo protege instintivamente del deleznable sujeto.
— ¿Tiene mucho dolor? —me pregunta.
—Sí. Por momentos es insoportable.
Un médico pasa por allí en ese momento y la enfermera lo detiene. Noto que habla de mí, el tipo me mira, como diciendo "sí, enseguida vuelvo", y sale.
Como pese a todo la enfermera me ama, me informa que en seguida me van a atender. La decisión provoca la tradicional reacción popular. Hay murmullos contra la aborrecible enfermera, pero en medio de la indignación general surge la voz de la madre del niño que, dirigiéndose a nadie, es decir, a todos, dice:
—Claro, y encima los atienden primero.

La configuración edilicia de la guardia propiamente dicha es un monumento a la discreción. Con un grabador y una filmadora uno podría, en diez minutos, escribir los diez tomos del Testud. El médico llena una ficha y me pregunta qué me pasa. Debe tener 22 años a lo sumo. Me pregunto: "¿En qué año estarás? ¿Ya rendiste culo, vos?"
—Mire —le explico—, desde ayer tengo un dolor bárbaro en el ano. Y ahora ya no puedo más. No me puedo sentar, no puedo estar parado, me duele si hablo.
—Bueno, vamos a ver. Venga por aquí.
A medida que recorremos el pasillo, va descorriendo las cortinas de los boxes, no sin provocar frecuentes chillidos, indignados, por favores y actitudes insensatas de quienes se ven sorprendidos con paños menores a media asta. Encontramos uno vacío, me ordena que me desnude y lo espere. En el box de al lado, el de la uña encarnada pega un grito y se traga una puteada que hubiera involucrado hasta al más remoto antecesor de la enfermera. Pienso: "la verdad, esto es mejor tomárselo en joda y cagarme de risa". A la sola mención del verbo defectivo, reflejo condicionado, diría mi psicólogo de cabecera, me entran ganas de ir al baño, vía recto. "Lo único que me faltaba, me digo, que me agarren ganas de cagar". El grito del de la uña encarnada va a parecer un susurro de amor comparado con el mío. Qué frágil y espiritual que es uno. Trato de engañarme y me digo que ya cagué. Mentira, me grita mi inconsciente, mientras pienso que algún día debo escribir un ensayo sobre la vida y la caca: dos cosas difíciles de aguantar.
Como la temperatura ambiente no es la más propicia para quedarse totalmente en pelotas, me dejo la camisa y los zapatos, bien a lo grasa de balneario de Quilmes. Me siento en la camilla y me observo el aparato génito-urinario, como diría el portero. Da lástima. Replegado sobre sí mismo, parece el experimento de un jíbaro que ha reducido un bandoneón. Cuando el de la uña encarnada opina que prefiere que le corten el pie antes de que se atrevan a tocarle la uña otra vez, entra el futuro médico, orgullo de la familia.
—Póngase en cuclillas —me ordena.
Me pongo en cuclillas y pienso que lo único que falta es que me suene un disparo para que yo salga en busca de la meta.
—Abra un poco más las nalgas.
Las abro.
—Un poco más —insiste.
—Doctor, no crea que no quiero colaborar con la ciencia, pero mido 1,95.
El tipo se ríe y me dice que está bien.
Para distraerme un poco, bajo la cabeza y miro hacia atrás. Me pregunto cómo no manda todo a la mierda y se manda a mudar también él. El espectáculo es deplorable, pero siento las manos frías en ambos glúteos y dos pulgares acercándose sugestivamente por ambos flancos. Instintivamente me hago el estrecho.
—No, por favor, quédese tranquilo. Así no puedo hacer nada.
Le pido perdón y rindo la ciudadela. Los pulgares se asumen y se acercan a las puertas del palacio ya. "Vos tocame nomás, tocame apenas y te cago encima", pienso. Ostensiblemente acuciadas por la posición decúbito panzal, las ganas de cagar se acentúan y ahora sí, me niego rotundamente.
El tipo se enoja y como ya ha entrado en confianza (después de todo ya me ha tocado el culo) me dice: "che déjese de embromar, parece mentira". (Lo que pasa es que no puedo abrirlo, qué carajo, llamalo como quieras, pero me cago, ¿qué querés que le haga?).
Como sospecha algo, me pregunta:
— ¿Qué le pasa?
—Doctor, perdóneme, ¿pero usted quiere creer que justo ahora?
Se agarra la cabeza y vuelve a reírse .
—Está bien, pero aguántese. No hay otra solución. Yo necesito sólo unos segundos para palparlo.
Tengo ganas de contestarle que yo también, pero para cagarme. No creo que el chiste le caiga bien.
Como soy un gil, me pregunta cosas a medida que empieza otra vez la invasión.
— ¿Es la primera vez que le pasa?
—Y la última, téngalo por seguro. (Aunque tenga que cagar por la oreja el resto de mi vida).
En ese momento, siento un alambre de púas recorriendo con libre albedrío las paredes iniciales de mi culo. Y pienso lo que debe estar gozando el de la uña encarnada. Pego un grito.
—Quédese como está —me ordena el galeno—. Relaje los músculos. Enseguida vuelvo.
Escucho que en el pasillo le pregunta a la enfermera dónde hay vaselina. La mera enunciación del noble lubricante para usos varios y aberrantes, me incita a salir corriendo despavorido, cuando advierto que la cortina se corre, entra alguien, doctora ella, y recorre con la mirada los hermosos y lascivos glúteos; luego va hacia el aparato génito-urinario propiamente dicho, me mira inquisitivamente, se va hacia atrás y vuelve a investigar la decoración en general, tuerce la cabeza convencida de que no hay nada que hacer (todo sería inútil), pide perdón y sale. En cualquier momento, deciden dejarme allí toda la mañana y cobrar entrada, pienso.
Se vuelve a correr la cortina y entra mi anólogo de cabecera con un frasco de vaselina como para revisar a un mamut. Lo deja sobre una mesita y procede a colocarse unos guantes de goma.
— ¿Es para evitar el embarazo? —le digo haciéndome el gracioso.
No me contesta porque los guantes son más viejos que el tobillo y no sabe por dónde empezar. Cuando logra ponérselos, le asoman dos dedos, lánguidos y desnudos.
—Un momentito —me ruega.
—Doctor —lo paro—. ¿Tengo que quedarme así obligatoriamente? Me duelen los brazos, sin contar con que cualquiera puede entrar como recién. El show, es maravilloso, espectacular, francamente un asco.
—No, quédese así. Y abra las nalgas todo lo que pueda.
Sale y vuelve al rato. Esta vez acompañado de un colega, futuro anólogo.
— ¿Fístula?
—No sé. Todavía no pude palpar.
— ¿Dolor?
—Sí.
—No se ve inflamación —dice el recién llegado desde la frontera con Bolivia.
— ¿Qué te parece?
—No sé. Palpá a ver qué pasa. Yo Ano V todavía no di.
El colega desaparece. De pronto, la situación se hace tensa. Me vuelve a abrir sin más trámite, se acerca todo lo que puede y, jugando, decide auscultar de zurda. Le miro el tamaño del dedo, manos de pianista más bien no tiene.
—Doctor, perdón, ¿pero usted piensa meterme eso adentro? —le pregunto con pánico.
—Por supuesto —me responde mientras cubre de vaselina el dedo.
—Pero dígame, ¿no tiene algo más... finito?
—Bueno, escúcheme bien. Ahora va en serio. O se deja palpar o se va a su médico.
Me dejo palpar.
Cuando las galaxias explotaron en el núcleo central del universo, todo fue durante un instante un rojo que nunca se volverá a repetir, una explosión en el seno más íntimo de cada una de las estrellas que se expandieron por el espacio buscando con sus puntas el lugar cosmológico, horadando el infinito como floretes incomparables, mientras el sol, vagabundo desde la eternidad, buscaba exactamente el centro de todo el sistema, calcinando todo lo que encontraba a su paso en una carrera devastadora que superó continentes, desequilibró el nivel de la superficie de los planetas, emergieron montañas y los volcanes, que durante millones de siglos se habían aburrido en las entrañas mismas de la tierra, emergiendo también como bestias, como una estampida de búfalos inconmensurable vomitando el rojo inicial, hasta que Dios dijo: basta, paremos aquí si queremos formar un planeta".

Bernardo Jobson salía del quirófano ad hoc, horadado y profanado en lo más íntimo, con la orden de volver al otro día para ser observado por el especialista en el asunto, sujeto que le aplicaría un aparato "que se llamará todo lo rectoscopio que quieran
—decía Bernardo— pero no deja de ser un fierro en el culo, hablando inteligentemente". En el momento de salir, el tipo de la uña encarnada apoyándose lastimosamente en uno de sus talones, va también hacia la salida. Jobson no sabe por qué, pero el tipo le sonríe y le dice: "¿Qué día, no?" al tiempo que camina junto a él. Jobson siente una de las famosas puntadas y se agarra del desuñado para no caerse, gesto civil y sin implicancias, que el tipo de acuerdo a lo visto, interpreta como un signo de amor a primera vista. Bernardo esboza otra sonrisa y entonces las cosas empeoran, porque el tipo de la uña, con cara de mufa, impotencia, asco y dolor a la vez, levanta instintivamente el pie de Aquiles y como Bernabé Ferreira en su tarde más gloriosa, le encaja una patada en el centro del culo. Por un segundo los dos se miran, sorprendidos. Después, al unísono pegan el grito inicial, el llamado de amor indio, pero de indio alzado, Tarzán navegando de liana en liana y llamando a todo el continente africano con voz tomada por un intempestivo resfrío e inmediatamente dan comienzo al primer festival mundial del cante jondo, no sin matizarlo, asiduamente con pasos de baile calé y danza rabiosamente moderna, todo por bulerías, claro está".

No fuimos testigos de nada de esto, pero lo imaginamos tan patéticamente, tan en carne propia, que aún varios días después de nuestra conversación con Bernardo Jobson, titubeábamos tímidamente antes de sentarnos en una silla.

Tomado, por incitación del Dr. Calle, de: http://www.foro-virtual.com.ar/viewtopic.php?p=149420&sid=636023aaa2bf0a68da130af751d871b0

sábado, 14 de junio de 2008

Filosofía de tahúr


Si hace un mes me desayuno
con lo qu' he sabido ayer,
no era a mi que me cachaban
tus rebusques de mujer...
Hoy m'entero que tu mama,
"noble viuda de un guerrero",
es la chorra de más fama
que pisó la treinta y tres.
Y he sabido qu' el "guerrero"
que murió lleno de honor,
ni murió ni fue guerrero
- como m' engrupiste vos -
Está en cana prontuariado
como agente 'e la camorra,
profesor de cachiporra,
malandrín y estafador
.

Enrique Santos Discépolo, Chorra.


En Universidades, escuelas, gobiernos y empresas de toda laya se está cometiendo un atropello a la integridad profesional, y queremos denunciarlo. En todos esos sitios se expenden documentos, se dictan conferencias, se diseñan planes de acción, etcétera, cuyo remate invariable es algo como: "en definitiva, se trata de una apuesta por la democracia...", o por la academia, o por la educación, o por la niñez, o por lo que sea. Y ¿quiénes son los encargados de diseñar y ejecutar las apuestas? Pues asesores, profesores universitarios, Ph. Ds.; expertos en cualquier cosa, en suma. Pero nunca llaman a los verdaderos expertos, y aquí reside el motivo de nuestra queja. Exigimos que las autoridades competentes metan baza, y que la próxima vez que se diseñe un plan de desarrollo o cualquier cosa por el estilo en el que vayan a apostar, llamen a verdaderos y reconocidos expertos en este difícil arte, como don Noé Gómez de Pensilvania. No más usurpadores; los expertos están en los casinos y garitas. Nos van a perdonar.

jueves, 22 de mayo de 2008

Tracamandada de escritores


Hace varias semanas publicamos en el blog de Camilo Jiménez un comentario sobre Somerset Maugham, en el cual citaba un pasaje famoso de su obra (de Maugham) dramática Sheppey. Camilo contestó entonces que quizá Somerset Maugham se había inspirado en un cuento de Las Mil y una noches. El doctor Calle, con su acostumbrada gentileza, nos explicó de dónde venía la cosa, y parece que la sarta de plagios es bien larga. El texto de Somerset Maugham:

Dice la Muerte: Había en Bagdad un mercader que envió a su criado al mercado a comprar provisiones, y al rato el criado regresó pálido y tembloroso y dijo: Señor, cuando estaba en la plaza de mercado una mujer me hizo muecas entre la multitud y cuando me volví pude ver que era la Muerte. Me miró y me hizo un gesto de amenaza; por eso quiero que me prestes tu caballo para irme de la ciudad y escapar a mi sino. Me iré para Samarra y allí la Muerte no me encontrará. El mercader le prestó su caballo y el sirviente montó en él y le clavó las espuelas en los flancos y huyó a todo galope. Después el mercader se fue para la plaza y me vio entre la muchedumbre y se me acercó y dijo: ¿Por qué amenazaste a mi criado cuando lo viste esta mañana? No fue un gesto de amenaza, le dije, sino un impulso de sorpresa. Me asombró verlo aquí en Bagdad, porque tengo una cita con él esta noche en Samarra.


La misma historia aparece en la compilación de Borges y Bioy Casares, Cuentos breves y extraordinarios, atribuida a Jean Cocteau y tomada del libro Le Grand Écart. La historia de Cocteau:

Un joven jardinero persa dice a su príncipe:

—¡Sálvame! Encontré a la Muerte esta mañana. Me hizo un gesto de amenaza. Esta noche, por milagro, quisiera estar en Ispahán.

El bondadoso príncipe le presta sus caballos. Por la tarde, el príncipe encuentra a la Muerte y le pregunta:

—Esta mañana ¿por qué hiciste a nuestro jardinero un gesto de amenaza?

—No fue un gesto de amenaza —le responde— sino un gesto de sorpresa. Pues lo veía lejos de Ispahán esta mañana y debo tomarlo esta noche en Ispahán.


Aquí no acaba la cosa. La historia aparece también en un libro de relatos de Bernardo Atxaga, Obabakoak. Y aparece también en uno de García Márquez, Cómo se cuenta un cuento:

El criado llega aterrorizado a casa de su amo.

—Señor —dice— he visto a la Muerte en el mercado y me ha hecho una señal de amenaza.

El amo le da un caballo y dinero, y le dice:

—Huye a Samarra.

El criado huye. Esa tarde, temprano, el señor se encuentra la Muerte en el mercado.

—Esta mañana le hiciste a mi criado una señal de amenaza —dice.

—No era de amenaza —responde la Muerte— sino de sorpresa. Porque lo veía ahí, tan lejos de Samarra, y esta misma tarde tengo que recogerlo allá.


El poeta holandés Pieter van Eyck, por su parte, publicó la historia como si fuera un poema suyo. Cuenta Raúl Rossetti: “El sábado 10 de junio de 1995, apareció en el periódico holandés TROUW, un extenso artículo firmado por el escritor Herman Franke, destinado a dilucidar la autenticidad del famoso poema de Pieter van Eyck (1887-1954) titulado El Jardinero y la Muerte. Se trata de un poema sumamente popular en Holanda y algunas estrofas se pueden ver reproducidas en salas de esperas y otros lugares públicos, siendo su tema algo sumamente apreciado para la mentalidad calvinista, sostenida por el alto valor de la predestinación”. El artículo de Franke sirvió para hacer caer una buena cantidad de pantano –mezclado con otras cosas que no mencionamos por decencia— sobre la tumba de Pieter van Eyck.

El autor original (¿?) de la historia es el poeta persa Yalal Al-Din Rumi, del siglo XIII.

A nosotros, pues, la disculpita de la intertextualidad nos sabe a lo que iba mezclado con el pantano que llovió sobre la nuca pelada y fría de van Eyck. ¿Afea el estilo de un autor poner simplemente “como en la hermosa historia del poeta sufí”? Nos van a perdonar, tracamandada de caballeros.

La mayor parte de los datos los tomamos del blog de José Luis Rodríguez Pittí.

Nota de Raúl Rosseti: http://www.desk.nl/~sur/00surroseti.html

Página de José Luis Rodríguez Pittí: http://www.minitextos.org/2007/12/salomn-y-azrael-minipresentacin-edicin.html

martes, 29 de abril de 2008

SEGUNDA SERENATA EN MEMORIA DE ORLANDO SIERRA

Hace unos días nos encontramos hablando con Octavio Escobar sobre el tema del fútbol y por ahí llegamos al baile, sobre el que había comentado alguno de nuestros lectores. Entonces recordó (Octavio)tener un texto sobre su incapacidad para el baile y ofrecimos publicarlo en favor de nuestra clientela. Cuando llegó el ensayito descubrimos que era bastante largo y que además el tema del baile no era el eje. Pero como además habla de nuestro común amigo Orlando Sierra y, finalmente, nosotros hacemos lo que nos da la gana. Entonces lleven:

SEGUNDA SERENATA EN MEMORIA DE ORLANDO SIERRA

"Música jamás oída, amada en antiguas fiestas"
Alejandra Pizarnik


Hace unos meses, pocos e hirientes para quienes somos sus amigos, fue asesinado Orlando Sierra Hernández por un hombre que desde la cárcel dice que se equivocó, que lo confundió con otro, para esconder a los autores intelectuales del crimen y sus razones, mezquinas y muy propias de este país. Quiero recordar hoy su silueta nerviosa, el rostro afilado del que una gafas redondas, siempre a media nariz, eran el complemento perfecto, su humor maravilloso, su memoria imposible, su dicción desatada, antes de pasar a un tema respecto al que él y yo conversábamos con frecuencia.
Cuando en 1985 Orlando Sierra publicó su segundo libro, El sol bronceado, su futuro poético parecía asegurado: apenas veinticinco años, un puñado de premios regionales significativos, la admiración de quienes compartimos las aulas de la Universidad de Caldas con él y una muestra de sus textos en Poetas en abril, la antología de la revitalizada poesía colombiana. Fue entonces cuando la necesidad y sus otras pasiones se confabularon para convertirlo en escritor de muy pocos libros: salvo un volumen colectivo en el que demostró sus virtudes como analista político, sólo uno más, Celebración de la nube, publicado y editado por la Casa de Poesía “Fernando Mejía Mejía” en 1992.
Uno de sus poemas más conocidos, Poética, dice: “Superar la tentación / del verso fácil / y el lugar común, / más también / (de ser posible) / evitar incluso el poema / que al fin de cuentas / la palabra es / (obviamente) / tan solo lo que sobra / del silencio” , pero a Orlando Sierra lo tentaba el rigor, no el silencio. Lector incansable, leía con la inocencia de un niño pero también con la perspicacia de un conocedor. “¿Sabes cómo presenta las personajes John Dos Passos?”, me preguntó una vez, para explicármelo luego con pelos y señales. “¿Cómo termina uno una novela que no se puede terminar?” me retó en otra oportunidad, para explicarme como lo hizo André Malraux. En cada libro hallaba los momentos, los giros que convierten al escribidor en escritor. Una vez, ante los grabados de la suite Vollard de Pablo Picasso, elaboró una teoría respectó a la manera en la que el que pintor español llegó a las deformaciones que le son características. No sé si acertaba o no, pero desde el punto de vista literario su apreciación era exacta. Y poco a poco, con una lentitud que las convirtió en póstumas, escribió sus novelas.
Recuerdo mal los títulos. Orlando las contaba una y otra vez –culebrero, taumaturgo o payaso, según conviniera a su relato–, relacionando los cambios, las mejoras que les hacía, y ese ejercicio de narración oral que al cabo de los meses depositaba en mis manos el original argollado, era su laboratorio de escritura, un espacio en el que generosamente aceptaba y rechazaba objeciones y consejos, incluso los que mi intolerancia trazaba con un lápiz rojo. Las novelas, entonces, se convertían en “la de Juanchaco”, en “la de las corbatas rojas”, en “la de Mosquera”, en “la de Saint-Nazaire”, producto de una beca que le concedió esta población francesa. Conservo dos títulos con exactitud: Para justificar a William Blake, una narración con muchísimos rasgos autobiográficos que los años fueron adelgazando y a la que mis compañeros de jurado no dudaron en conceder, para su culminación, una beca en una de las convocatorias regionales del Ministerio de Cultura, y Copia del muro de Berlín, que no pude leer porque incumplí la cita para recogerla. Ingeniosas, de fácil lectura, llenas de ese humor que hirió tanto a esos pocos que determinan lo que sólo Dios, en quien no creo, debería determinar, esas novelas competían en la mente de Orlando con sus poemas, también meditados una y otra vez, sopesados con el rigor que sólo entienden y practican los artistas verdaderos. En los archivos de su computador reposan, inéditos, muchos de ellos, los más, nostalgias de las muchachas a las que amó, certezas de la que amaba, declaraciones de amor al amor.
En unas semanas, desconozco la fecha exacta, una edición bilingüe de La estación de los sueños, una de sus novelas cortas, aparecerá en Francia. Supongo que unos pocos ejemplares llegarán a Colombia. Entonces reiniciaremos una larga, una de esas interminables conversaciones de escritores, a pesar de todo y de todos.
Otra de nuestras conversaciones surgió en su casa periodística, el diario La Patria, de Manizales. Una día de 1997, mientras hablábamos tal vez de fútbol, entró un fax que comunicaba un reconocimiento literario para mí. A Orlando lo sorprendió el título de mi libro, De música ligera. Cuando le expliqué que era una canción del grupo argentino Soda Stereo agachó la cabeza y me miró por encima de las gafas: “¿Y qué tenés que ver vos con un grupo de rock argentino?”.
Creo que llegó el momento de reconocer lo que Orlando sabía: que mi interés en la música obedece a mi incapacidad para la música.
La historia es simple: en la niñez y la adolescencia intenté varias veces convertirme en intérprete de un instrumento musical, todas sin fortuna. Tres, quizá cuatro profesores, empeñaron sus esfuerzos en acercarme al mundo de la guitarra pero yo nunca pasé del ejercicio mecánico de puntear algunas canciones de moda y la infaltable Nunca en domingo. Era rápido con los dedos, tenía por lo menos tanta disciplina como mis compañeros de curso y buena memoria, pero apenas desaparecían los números que servían de base para nuestras visitas guiadas por las cuerdas, era incapaz de conseguir lo que siempre quise: que alguien mencionara una canción y yo fuera capaz de acompañar su canto o de interpretarla sin necesidad de guías.
Y mi frustración tiene otra faceta más vergonzosa y pública: soy un pésimo bailarín o, para ser más sincero, no bailo. Con los años aprendí a realizar un movimiento cansado, sin dinámica, que mi pareja acepta como baile aunque no es más que el peor remedo; mis pies van y vuelven de ninguna parte sea cual sea el ritmo que esté sonando. Tal vez por eso a la segunda edición de De música ligera, el libro que con toda seguridad me tiene hoy ante ustedes, le quite uno de los dos epígrafes que tenía, un poema que se titula Música para dos:

Con sus dedos eternos
la música teje
un manto,
un cobertor,
un refugio para los imperfectos
bailarines que, como tú
y yo, sobre la pista,
más que bailar,
rítmicamente,
se abrazan.

Inequívocamente consideré que la experiencia que plasma Javier Pascual Aguilar en un boletín que el Ayuntamiento de Madrid dedicó a las promesas líricas de los noventa –hoy su nombre no lo registran los buscadores de internet–, está más allá de mis alcances. Hace unos meses me consolé leyendo unos apartes del ensayo titulado El odio a la música , en que el escritor francés Pascal Quignard narra el uso que los nazis hacían de la música en los campos de concentración: “La música viola el cuerpo humano. Hace poner de pie. Los ritmos musicales fascinan los ritmos corporales. Cuando se encuentra con la música, la oreja no puede taparse. La música, al ser un poder, se asocia de hecho a todo poder. Su esencia es la desigualdad”, y apoya sus opiniones, entre otras muchas citas, en lo que escribió Primo Levi sobre los presos de los campos de concentración: “Sus almas están muertas y es la música la que las empuja, otorgándoles voluntad, como el viento lo hace con las hojas secas”, en una anotación de Tolstoi: “Allí donde se quiera tener esclavos, es necesaria la mayor cantidad de música posible”, y en el historiador griego Tucídides: “La música no está destinada para inspirar a los hombres en el trance, sino para permitirles marchar y permanecer en estrecho orden”.
El texto de Quignard, verdaderamente impresionante, parece conferir una cierta grandeza, un hálito de rebeldía a la incapacidad de mis manos y mis pies, y apoya con argumentos muy sólidos mi coartada preferida a la hora del baile, el título de una novela de Norman Mailer, Los hombres duros no bailan, pero estaría dispuesto a desechar tan sapientísimas consideraciones por el obsequio súbito, sin aprendizaje alguno, del sentido del ritmo de una Celia Cruz o un Tito Puentes.
Pero volvamos a la época en la que reconocía con mayor facilidad que me gusta ser el alma de la fiesta. ¿Qué posibilidad me quedaba? Cantar. Tengo una voz promedio que funcionaba mejor antes de que las hormonas la engrosaran. Uno de mis profesores de la primaria me inmiscuyó en un coro que atiborraba el precario escenario del teatro del colegio, con lo que conseguía que tres o cuatro de sus miembros terminaran por el piso a causa del calor y la hipoglicemia. A don Uriel, era su nombre y tenía un segundo apellido compuesto que siempre nos hizo creer que su chifladura lo llevaba a tener tres apellidos, le encantaba Nino Bravo. Para la conmemoración de una fiesta religiosa nos hizo ensayar, entre otras canciones, Un beso y una flor, una de las composiciones de Armenteros y Herreros que hizo famosa el cantante valenciano. La víspera, cuando ya todos teníamos planchado el pantalón de paño y embetunados los zapatos, el padre rector –estudiábamos en un colegio arquidiocesano–, le sugirió a don Uriel que cambiara aquello del “beso”, que resultaba un tanto salido de tono, pese a las liberalidades del Concilio Vaticano II. El resultado fue que unos minutos antes de la misa los de la primera fila pasaron la voz de que en lugar de cantar: “Al partir, un beso y una flor”, entonaríamos: “Al partir, una rosa y una flor”, verso redundante y ridículo.
La ceremonia comenzó y una a una nuestras interpretaciones se sucedieron. Después de retirar a los dos desmayados de siempre, don Uriel se aprestó a dirigir y a cantar “Una rosa y una flor” porque él, quien lo dudaba, era capaz de subir como Nino Bravo. Y lo hizo, pero a algunos sectores del coro la modificación de la letra no les llegó o les llegó distorsionada; su poderosa voz fue opacada por una confusión de sonidos en la que era indiscernible cualquier palabra. El caos reinó, las gargantas vacilaron, se perdieron los tiempos, y dos minutos y medio después finalizamos nuestra interpretación de “Una rosa y una flor” con más pena que gloria.
Creo que esta experiencia infantil determinó mi sensibilidad para las letras de las canciones. Si, por razones pías, un cambio de dos sílabas provocó un fracaso tan estruendoso, había que respetar lo que los autores escribían y, por sobre todas las cosas, escucharlo y, años y libros después, invocarlo en la literatura. Como siempre, uno descubre el agua tibia; hace tiempo mucho escritores como Manuel Puig, Guillermo Cabrera Infante, Andrés Caicedo, Humberto Valverde o Luis Rafael Sánchez utilizaron la música popular en sus novelas y cuentos. En este sentido hay dos narradores que deseo recordar por la importancia que tuvieron para mí: el mejicano Alberto Huerta, quien escribió un pequeño libro de cuentos, Ojalá estuvieras aquí, que rinde un claro homenaje a una célebre balada del grupo inglés Pink Floyd, uno de mis preferidos, que se titula precisamente Whish You Were Here, y el peruano Alfredo Bryce Echenique, que desde sus libros iniciales de cuento, Huerto Cerrado y La felicidad Ja, Ja, convertía trozos de canciones en parte de su raudal narrativo, lleno de ironía y humor.
Pero a pesar de todo esto, nunca conseguí darle una explicación plausible a Orlando Sierra respecto a mi relación con un grupo argentino de rock, y sospecho que su reclamo pedía una explicación general, una especie de estética o poética, si así lo prefieren, por algo en su libro El sol bronceado hay un homenaje a Louis Armstrong, “Saliva blanca de boca negra” según sus palabras, una Carta poema a Daniel Santos en la que le dice: “Lo efímero (...) / es lo que más nos anda cuerpo arriba del alma. / Lo efímero, en últimas, es algo que también queremos.” , y un poema titulado Voz de siempre, que se refiere a Gardel: “Aún no eres ausencia Carlos / y es por eso que te esperamos, te seguimos esperando, / muy a pesar de que por ahí se diga / que andas tomando mate con Contursi” .
Fatalmente su pregunta se convirtió en angustia cuando fui invitado a la Feria Internacional del Libro de Bogotá para hablar de la música, la literatura y la ciudad, temas que alguien consideró cercanos a mí. Las prisas del cierre de edición del periódico le impidieron colaborarme, así que me fui a caminar, una actividad que casi siempre consigue aclarar mis ideas. En siete cuadras afronté, además del sonido ambiente de carros y gente, altavoces y radionoticieros, una muy variada muestra musical: Gloria Estefan glorificando la tierra donde ya no vive, Enrique Iglesias imitando los lamentables requiebros de su padre, Celine Dion impulsando más allá de las pantallas al célebre barco hundido en el Atlántico Norte, Silvio Rodríguez insistiendo en que ojalá pase algo que lo borre de pronto y Phil Collins interpretando los colores verdaderos de una canción que yo me acostumbré a escuchar en la voz chillona de Cindy Lauper. Cuando pasaba frente a un sitio en el que los adolescentes abren las puertas de sus vehículos y bombardean a los transeúntes con sus gustos, me interesé, por motivos que no vienen al caso, en una muchacha de casi veinte años, ciento sesenta y siete centímetros de estatura, largo y sedoso cabello negro, camiseta ombliguera, bluyín sin pretina que le quedaba perfecto –yo no sé si ustedes han notado que a muy pocas mujeres les quedan perfectos los pantalones sin pretina– y una disposición innata para bailar, para moverse –yo no sé si ustedes han notado que algunas mujeres tienen una disposición innata para moverse–. Bailaba a Shakira: cintura y cadera interpretaban Ojos así con una sensualidad inconcebible.
Persuadido de la impertinencia de mi mirada, aceleré la marcha. En nuestro bar de siempre, para ayudarme a aclarar las ideas, la providencia puso al grupo de mis mejores amigos. Ya en posesión de una cerveza, comenté a mis acompañantes las dificultades que tenía para vincular Literatura, Música y Ciudad de una manera coherente, ajustada a mis pensamientos y digna de ser escuchada. En ese momento uno de ellos protestó por lo que nos imponían por medio de la rocola. Sus palabras fueron: "Otro vallenato, esto ya parece Bogotá".
La supuesta correspondencia entre la capital del país y una forma musical de clara estirpe costeña despertó mi escepticismo frente a las clasificaciones que determinan qué son y qué no son literatura y música urbanas. Estoy convencido de que el género policíaco, por ejemplo, es casi exclusivo de las ciudades, y creo que el rock rara vez nace entre las plastas de vaca y las florecitas silvestres, pero dudo que la forma más sensata de basar estas relaciones sea pensando en el creador, siempre miembro de una minoría, y no en el oyente o el lector, parte mayoritaria y por igual activa de ese círculo vicioso –vicioso por lo adictivo–, del fenómeno artístico. Expresé tal inquietud a mis contertulios y uno de ellos me aconsejó:
–Lo que tu ponencia debería preguntar, es si el hecho de que haya, por decir algo, treinta y cinco mil rockeros en Bogotá, que por x o y consiguen que los medios se solidaricen con sus propósitos y los difundan, hace que podamos identificar a Bogotá con el rock o con unas ciertas formas de rock, para ser más claros. Lo cierto es que en miles de buses, taxis y hogares los sonidos predominantes son los del aborrecible Diomedes Díaz, quien no sólo vence a la justicia, también la creciente fragmentación que convierte a Bogotá en muchas ciudades y en ninguna.
Como ven, mis amigos se animan con cualquier discusión y tienen argumentos para todo. El más inteligente de ellos decidió extremar aún más las cosas:
–A veces, cuando estoy frente al televisor, veo la propaganda de un refresco natural y dietético que pregona ser tan novedoso como lo fue en su momento el sonido de Liverpool y pienso si hace cuarenta años los habitantes del puerto inglés asumían el tal sonido de Liverpool, o si lo hacen hoy. Y hay otros sonidos, entiendo que cuando uno ve una camiseta estampada con el rostro de Kurt Cobain debe ubicarse en otro puerto, en Seattle. Yo le preguntaría a tus compañeros de mesa redonda si cuando Shakira pregona las mutilaciones sensoriales que le causa el amor, hay que pensar en Barranquilla.
La ubicuidad de Shakira me hizo recordar que estoy más del lado de la literatura que de la música, así que después de pasar un trago largo les rogué que nos centráramos. Uno de ellos, que alguna vez trabajó en una editorial, atacó de inmediato:
–Lo que yo quisiera es que me explicaran por qué algunos críticos, si vamos a aceptar que lo son, creen que sólo es posible una narrativa urbana en Colombia si sus autores viven en Chapinero y ventilan sus concepciones artísticas en las librerías y bares del sector, con lo que además de despreciar a la mayor parte del país, también privan de tales posibilidades al 99.9% de los capitalinos.
Yo me pregunté de inmediato si estábamos frente a una explosión de resentimiento y procuré alejar la discusión de esos linderos. El resultado fue una nueva intervención de mi amigo el inteligente:
–Lo que tú debes enfatizar es el dilema de qué ciudad es la ciudad. Pensemos, por ejemplo, en Medellín. Quién logra captarla realmente: ¿Mejía Vallejo? ¿Jorge Franco? ¿Héctor Abad? ¿Juan Diego Mejía? El caso de Cali es más curioso, dos libros casi contemporáneos, Qué viva la música y Bomba Camará, los dos interesados en el mundo juvenil, los dos coincidiendo en la salsa, y tan distintos, como si describieran ciudades diferentes.
–Es que Caicedo y Valverde crecieron en barrios muy distintos –anoté yo, intentando hallar una verdad, un punto firme en el cual apoyarme. Un rechazo unánime a visión tan determinista me obligó al más absoluto recogimiento.
–Ahora bien –continuó mi amigo el inteligente–, ¿cuál de esos libros es el que consigue mayor aceptación? Cuál le dice algo a las nuevas generaciones?
Tal explosión triunfalista por parte de un caicediano recalcitrante provocó de inmediato una réplica:
–¿Pero es que se puede aceptar que lo que sus habitantes oyen o leen constituye la identidad de una ciudad?
–Aquí nadie lee ni siquiera el periódico –anotó rápidamente el exeditor. Castigamos su impertinencia con un silencio sobrecogedor que nos permitió enterarnos de que la rocola estaba reproduciendo los desvelos creativos de una niña española que imita con sus miembros famélicos a los gorilas o a los orangutanes, no estábamos seguros del simio.
–Yo conozco un caso de concordancia casi mágica entre una ciudad y la música que oyen, o que oían, porque esto lo viví hace unos años.
El amigo que habló siempre descubre concordancias mágicas, todos creemos que su cuenta telefónica se alarga con llamadas a Walter Mercado o a Walter Riso.
–En La Dorada –prosiguió–, era facilísimo aprenderse las canciones de Helenita Vargas. Como es un puerto, un sitio de paso en el que los hombres no se quedan, las doradenses se acostumbraron a establecer relaciones sentimentales fugaces, con fecha de vencimiento tan claramente determinada como la de un yogur. Y Helenita Vargas cantaba algo así como: "Yo sólo quiero que me comprendieras y que al fin sintieras lo que yo por ti, ya no seas así, dime que sí, yo me conformo con besar tus labios y estar en tus brazos en la intimidad, no te pido más, no te pido más". Uno caminaba por La Dorada y oía la canción en diferentes puntos pero al llegar al hotel o a donde fuera ya se la sabía y la había visto practicar en los bares y en las calles.
–¿Y La Dorada es una ciudad? –preguntó el inteligente.
–Tiene el número de habitantes de muchas ciudades del Viejo Continente –replicó nuestro amigo el mágico.
–Pero no es lo mismo una ciudad en Europa que una en Latinoamérica –explicó alguien.
–¿Y cuál es la diferencia?
Había llegado el momento de pasar un trago de cerveza.
–La palabra clave es el ritmo –propuso mi amigo el mágico.
–¿El ritmo? –preguntamos todos en coro.
–¿Cómo es el rock? ¿Cómo son las ciudades modernas? –comenzó excitado–. La música tiene ritmo, los mejores escritores tienen una respiración, un ritmo, hasta García Márquez lo dice, y cada ciudad tiene su ritmo, su sonoridad y sus habitantes buscan una coincidencia, una concordancia...
Apenas pronunció estas palabras todos nos volvimos hacia otro lado. Días después, cuando yo estaba ya en la fatídica mesa redonda, uno de los profesores que me acompañaba dijo algo muy parecido utilizando un lenguaje esóterico, apoyándose en infinidad de teorías y estudios. Escuchando su galimatías recordé la síntesis mágica que consiguió mi amigo aquella tarde, pero entonces no le tuvimos paciencia. Le pasó lo que a muchos compositores, a muchos letristas, como peyorativamente se les denomina: resolvió de un plumazo, como en una canción de tres minutos y medio, lo que no han podido dilucidar en simposios y paneles por todo el mundo.
Cuando lo condenamos al ostracismo, nuestra propia discusión cayó en un agujero negro. Entonces ocurrió un milagro; nuestro amigo el inteligente dijo:
–El fenómeno urbano es plural.
No dijo nada más, pero todos, sin saber muy bien por qué y siguiendo rigurosamente el turno, decidimos convertir aquello en un juego:
–Es polivalente –empecé.
–Proteico.
–Panóptico.
–Plurisignificante.
–Pancultural.
–Pasmoso –dijo alguien muy recursivo.
–Pandemónico, persistente, pantagruélico, perpetuo, planimétrico, pantomímico, parabólico, ponderable, perverso, paracrónico, provocante, períclito, paradigmático, paralizante, pirotécnico, prospectivo, prosopográfico, parcelable, permutante, piramidal, proyectivo, pujante, perimetral, permisivo, portentoso, preocupante, propincuo.
–Pendejos –intenté detenerlos yo, pero siguieron.
–Prosaico, protuberante, pululante, propagante, preponderante, preocupante, predial, polarizante, presente, principal, prioritario, problemático, procomún, perspectivo, pervertido, productivo, profundo, profuso, perdurable, progresista, proliferante, prolífico, promiscuo, poblacional, polisintético, panorámico.
–Palpitante –volvió el recursivo.
–Postcolonial.
–Postnacional.
–Postmoderno.
–Póstumo –interrumpí yo con un grito.
Lo siguiente fue una explosión de euforia y las felicitaciones mutuas por el amplísimo vocabulario de los cinco. Por alguna razón que no me explico, mis contertulios consideraron que el tema estaba agotado y pasaron al trascendental asunto de si la imagen de una de nuestras más populares cervezas debe ser Natalia París o Ana Sofia Henao.
Abrumado por la charla con mis amigos, consciente de que las artes en la ciudad son un fenómeno palimpséstico, pluripotencial, prevalente y putamente difícil, volví al día siguiente donde Orlando en busca de ayuda.
–Esto me acaba de llegar. Por lo que leí en la contracarátula, tal vez te ayude –me entregó un volumen y me despachó para la casa.
El libro se llama Alta fidelidad, y es del inglés Nick Hornby. Rob Fleming, su protagonista, es propietario de una tienda de discos en un barrio de Londres. Su convivencia con Laura ha terminado y su depresión toma la forma de un monólogo en el que cuenta cuáles fueron las cinco rupturas amorosas más memorables de su vida, entre las que no está, por supuesto, el abandono de Laura. Esas cuarenta páginas iniciales nos permiten entrever su vida cotidiana, lo poco estimulante que resulta su trabajo, sus amplios conocimientos de la música pop y la manía de catalogar todo en la vida a través de listados: los cinco trabajos de mis sueños, los cinco mejores temas de un single, las cinco canciones más apropiadas para un velorio, las cinco situaciones más incómodas en la que ha estado, etcétera.
Tras esta introducción, relata cómo afronta su nueva vida, convirtiéndola en la búsqueda de una explicación para su fracaso sentimental y en un repaso crítico de lo que son sus actitudes y vivencias. La música popular está presente todo el tiempo, sirve de explicación, comentario y justificación para todas las situaciones: "En una colección de discos hay todo un mundo, un mundo más simpático, más guarro, más apacible, más lleno de color, más sórdido, más peligroso, más adorable que el mundo en el que vivo; en él hay historia, geografía, poesía" . Combinando lo popular y lo culto, Hornby sumerge al lector en un entretenido mar de referencias que resultan más cercanas para los aficionados al pop inglés y estadounidense, al cine y la actualidad de la década de los noventa.
Volví donde Orlando y le agradecí su recomendación. Cuando le comenté como era, me pidió que le devolviera la novela. Le aclaré que me la había regalado y que además Rob Fleming desaprobaría que la leyeran los admiradores de Tina Turner, Billy Joel, Pink Floyd y The Eagles, entre otros.
–El que tiene esos gustos eres tú, no yo. A mí la que me gusta es Only You –y comenzó a tararear el antiguo éxito de The Platters con la expresión reconcentrada y feliz de un niño.
Convencido de que no era Orlando quien me sacaría del apuro, decidí explorar mi biblioteca. Hallé una cita de Julio Ramón Ribeyro pero era demasiado larga y elusiva; Rilke resultó todavía más críptico; sé que en estos casos se consultan los textos de los expresidentes López y Betancur, pero no los tengo. Por fortuna recordé un fragmento de Truman Capote que ya use en otra ocasión y que me permite acercarme al final de esta intervención con cierta dignidad. Se refiere a la Nueva York de la postguerra y proviene de Color Local; ustedes juzgarán si es permutable, pertinente y provechoso , o simplemente puntual, peregrino y parcial. Dice así:

"Es un mito; la ciudad, los cuartos y las ventanas, las calles que escupen vapor; un mito diferente para todos y para cada uno, una cabeza de ídolo con ojos de semáforo, que va haciendo guiños de un verde tierno o de un rojo cínico. A esta isla –flota en el agua dulce como un témpano diamantino– llámala New York, o dale el nombre que quieras; éste apenas si importa porque quien entra en ella desde la realidad mayor que es cualquier otra parte va sólo en pos de una ciudad, un lugar donde esconderse, donde perderse o encontrarse a sí mismo, donde construir un sueño en el que pruebas que tal vez, después de todo, no eres un patito feo, sino un ser maravilloso y digno de amor, como lo pensaste cuando te sentabas en el porche frente al cual pasaban los Fords; como lo pensaste cuando planeabas tu búsqueda de una ciudad"

Capote habla de deseos y esperanza, de frustraciones y derrotas, de afecto y soledades. Refiriéndose a la ciudad que lo adoptó y también lo mató, Orlando Sierra escribió: “Por sus calles / el mismo mundo que gira en todas partes, / porque en todas partes / los hombre son solo un ovillo de aspiraciones y un no alcanzar el ave de los sueños / que es la dicha, la felicidad” . Uno de los narradores españoles del momento, Gustavo Martín Garzo, comienza uno de sus textos con estas palabras: “Creo que la canción, o al menos el mundo de las canciones que me suelen gustar, tiene que ver con uno de los anhelos básicos del hombre, el anhelo de la felicidad. A la hora de elegir una de ellas me decido en consecuencia por una canción de mi infancia, que es sin duda la época en que este anhelo resulta más impulsivo e irrenunciable” . El protagonista de D, ejercicio narrativo, del escritor venezolano José Balza, dice: “En la canción registraba yo, no sólo una memoria que me había precedido: las melodías que el tiempo prolongaba, que seguían escuchándose siempre y que yo había terminado por llenar con algunos recuerdos inventados o posibles, sino también cierta esencia, algo como un espacio mágico que la canción abre y no determina (...) El pequeño espacio de la canción popular crea una coincidencia (“un test colectivo, una pendejada sonora”, definiría Hebu) para la mas humilde señal del dolor, del sueño y lo transitorio, con la sensibilidad. Una canción renueva el tiempo, actualiza intensidades que habíamos forjado” . Confieso que hace tiempo ensayé el dudoso ejercicio de rastrear las actitudes y valores de las últimas generaciones a través de las letras de ciertas canciones que me parecieron significativas –Nací en el 53 de Víctor Manuel, Del 63 de Fito Paez y Mi generación de Andrés Cepeda–, partiendo de postulados similares.
Si la ciudad es hoy el ámbito de lo humano, y la condición humana es el tema eterno e insoslayable del escritor, abordarlo es mucho más fácil cuando lo podemos acompañar con una buena banda sonora, una en la que se alternen las nostalgias y las alegrías, en la que una determinada canción mal cantada y peor bailada por alguien como yo, nos ponga eufóricos o nos recuerde a un viejo amigo que nos acompaña desde el silencio.

viernes, 18 de abril de 2008

Filosofía del fútbol

Como la entrada sobre fútbol causó cierta gracia, aquí ponemos una de las ediciones del programa de radio "La mala lengua", que no hace mucho teníamos en la emisora Radio Cóndor de Manizales (hasta que nos suspendieron dizque por groseros). Para todo el que disponga de 28 minutos en su bolsillo o tenga un insomnio bien berraco (a propósito: ¿cuál es la ortografía de 'verraco'?):

miércoles, 16 de abril de 2008

Tres rápidos del maestro

Para no fatigar ni al teclado ni a nuestra inmensa minoría de lectores, van aquí tres breves del maestro Juan Carlos Onetti. Ahí perdonan.

La mano


A los pocos días de entrar en la fábrica, cuando pasaba para ir al baño, oyó que algunas compañeras murmuraban y del murmullo le quedó el desprecio:
–La leprosa.
Por su mano enguantada, la que durante años anteriores al guante supo esconder en la espalda o en la falda o en la nuca de algún compañero de baile.
No era lepra, no había caído ningún dedo y la intermitente picazón desaparecía pronto con el ungüento recetado. Pero era su mano enferma, a veces roja, otras con escamas blancas, era su mano y ya era costumbre quererla y mimarla como a un hijo débil, desvalido, que exigía un exceso de cariño.
Dermatitis, había dicho el médico del Seguro. Era un hombre tranquilo, con anteojos de vidrios muy gruesos. "Le dirán muchas palabras y le recetarán nombres raros. Pero nadie sabe nada de eso para curarla. Para mí, no es contagioso. Y hasta diría que es psíquico".
Y ella pensó que el viejo tenía razón porque, sin ser enana, su altura no correspondía a su edad; y su cara no llegaba a la fealdad, se detenía en lo vulgar, chata, redonda, ojos tan pequeños que su color desteñido no lograba mostrarse.
Así que para el baile de fin de año que ofreció el dueño de la fábrica para que los asalariados olvidaran por un tiempo sus salarios, consiguió comprarse un par de guantes que escondían las manos y trepaban hasta los codos.
Pero por miedo o desinterés nadie se acercó a invitarla a bailar y pasó la noche sentada y mirando.Al amanecer, ya en su casa, tiró los largos guantes a un rincón y se desnudó, se lavó una y otra vez la mano enferma y en la cama, antes de apagar la luz, la estuvo sonriendo y besando. Y es posible que dijera en voz baja las ternuras y los apodos cariñosos que estuvo pensando.
Se acomodó para el sueño y la mano, obediente y agradecida, fue resbalando por el vientre, acarició el vello y luego avanzó dos dedos para ahuyentar la desgracia y acompañar y provocar la dicha que le estaban dando.


Los besos


Los había conocido y extrañado de su madre. Besaba en las dos mejillas o en la mano a toda mujer indiferente que le presentaran, había respetado el rito prostibulario que prohibía unir las bocas; novias, mujeres le habían besado con lenguas en la garganta y se habían detenido sabias y escrupulosas para besarle el miembro. Saliva, calor y deslices, como debe ser.
Después la sorpresiva entrada de la mujer, desconocida, atravesando la herradura de dolientes, esposa e hijos, amigos llorones suspirantes.
Se acercó, impávida, la muy puta, la muy atrevida, para besarle la frialdad de la frente, por encima del borde del ataúd, dejando entre la horizontalidad de las tres arrugas, una pequeña mancha carmín.


Mañana será otro día


La lluvia había dejado las Ramblas casi vacías y sólo quedaba gente agrupada en el café encristalado donde, desde meses atrás, no la dejaban entrar.
La Sonia, de pie en el portal de la casa vacía, vio que la lluvia pasaba fatigada, amansa llovizna, la vio cesar mientras crecía el frío del viento, y pensó que aquello era un signo de buena suerte. Un poco más lejos, del otro lado del ancho paseo, las luces de la ciudad comenzaban a encenderse. Empezaba la noche y respirando el aroma tristón de su abrigo mojado, la Sonia pensó que también empezaba la esperanza. Sonrió, sin creer de verdad, como una niña a la que le recitaban un cuento ya oído e inverosímil.
Volvió a tantear la rizada peluca rubia y con gran cuidado- tenía las uñas muy largas- fue estirando las medias caladas que sostenía el portaligas.
Volvió a sentir hambre y recordó que tenía un sándwich de jamón en el bolso. Pero no podía estropear el dibujo de boca que se había hecho con el rouge y con tanto cuidado. También recordó que hasta fin de mes estaba en orden con la policía y se obligó a caminar, acercándose al borde de las aceras para sonreír a los coches, mover las caderas y detenerse fingiendo buscar algo en la enorme cartera. Pero nada, nadie, y sin dinero para probar suerte en los bares donde todavía le dejaban entrar.
Era la noche y después fue la madrugada en el barrio sucio de la gran ciudad. Y Sonia, ya sin hambre, casi sin esperanzas continuaba caminando sobre el dolor de los tacones de aguja.
Se repitieron los diálogos breves con los hombres que pasaban.
– Vamos. ¿Vienes?– Que te den por saco.– Eso quiero. También yo te puedo dar si quieres enterarte.
Hombres y hombres y su asco por ellos. La luz limpia amenazaba llegar desde el puerto y las otras se iban apagando. Subió las escaleras pisando con las caras medias de seda. Abrió la puerta manchada

– ¿Cómo te fue?– Como la mierda, nena. Estoy hambriento. Creo que teníamos una lata de sardinas y quedó pan del desayuno.
El chico, moreno y flaco se levantó de la cama y se puso a revolver el armario; dijo con voz de mimo y queja:
– Todavía no me besaste.– Ahora.
Frente al espejo la Sonia se quitó la peluca y se acarició las mejillas.
–Otra vez barbuda.
Después se desnudó y estuvo mirando los pechos hinchados con parafina y el sexo que le colgaría tembloroso e inútil hasta después de las sardinas.