jueves, 21 de mayo de 2009

Cómo ha cambiado el Jet Set


Murió Bebé y los sentimentales no podemos dejar de nostalgiar las épocas de oro de la televisión con la que crecimos. Porque Bebé era el miembro físicamente más notable de una familia inolvidable: Mickey, Pernito, Tribilín, Juanito y Tuerquita. Tuerquita, ¡ah!, Tuerquita. Alguna vez lo vi contando cómo había logrado entrar y salir de una prolongada y sinuosa carretera de bazuco, en la que se perdió por varios años (“duré dos años sin bañarme”). Lo de la entrada es más o menos parecido en estos casos. La salida de Tuerquita, en cambio, tiene su propio toque original. Pasó que le entregaron una cantidad considerable de bazuco para que la vendiera. Error. Es como poner de cuidador de un harem de mil putas a un preso recién salido de la cárcel después de 20 años de reclusión. Pasó lo que tenía que pasar: sería necio decir que la voluntad de Tuerquita no pudo ejercer su función supervisora, puesto que el memorable payaso ya carecía de ella hacía muchos años. El pecho del payaso era ya una coca hueca y oxidada, y él procedió a llenarla con el bazuco que le habían confiado. Los titulares legítimos de la droga, los socios capitalistas, que no entienden estas finuras de la moralidad humana, cuando lo encontraron con las manos vacías le propinaron quince puñaladas. Quedó tirado, un carro de la policía lo recogió y lo dejó también tirado a las puertas de un hospital. Allí lo recogieron y lo metieron a cirugía. Un médico joven, sorprendido, exclamó: ¡Pero si es un artista! ¡Es Tuerquita! ¡Hay que salvarle la vida! Los médicos son así, se meten en lo que no les importa, y así fue como el tierno galeno, inmisericordemente, sacó a Tuerquita del delicioso y tibio y seguro limbo en que se hundía: le salvó la vida.

De los otros sé más bien poco, aparte de los recuerdos del show que montaban cada ocho días, en medio de un atroz guayabo, en Animalandia. Pernito era el papá de Tuerquita y Bebé. Quisiera rematar con una frase de este último, dicha en un hospicio de caridad para ancianos, sin una pierna, diabético e hinchado: “Colombia es más triste sin payasos”.

miércoles, 6 de mayo de 2009

Karel Capek


En el siguiente Apócrifo, Capek reconstruye el diálogo que habrían sostenido Pilatos y José de Arimatea. Con esa excusa, el gran escritor checo realiza una impresionante reflexión sobre la verdad, tema que tantas páginas de abstrusos tratados filosóficos ha ocupado. Cuando parece que Pilatos se va a quedar en un cómodo relativismo del tipo “todos tenemos nuestra verdad”, Capek le pone en la boca una disertación sutil y concisa que liga sus reflexiones sobre la verdad con el conocimiento humano y la tolerancia. Una joya, como verán.

Karel Capek nació en 1890 y murió en 1938. Se anticipó casi dos décadas a la fisión nuclear, inventó la palabra robot y reescribió –como en el texto que reproducimos—, con una sensibilidad e imaginación inigualables, varios pasajes históricos o legendarios. Un recordatorio de que el pensamiento profundo no tiene por qué reñir con la sencillez y la buena narrativa.

El credo de Pilatos
Karel Capek

Y respondió Jesús: Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad. Todo aquel que es de la verdad, oye mi voz.
Dícele Pilatos: ¿Qué cosa es verdad? Y como hubo dicho eso, salió otra vez a los judíos y díceles: yo no hallo en él ningún crimen.


Evangelio de San Juan, 18, 37-38

Al anochecer llegó a ver a Pilatos cierto hombre respetable de la ciudad, de nombre José de Arimatea, que también era discípulo de Jesús, y le pidió le entregase el cuerpo del Maestro. Pilatos lo permitió y le dijo:
–Fue crucificado injustamente.
–Tú mismo lo entregaste para que le crucificasen —respondió José.
–Sí, lo entregué –respondió Pilatos— y además la gente piensa que lo hice por miedo a algunos de esos gritones ya su Barrabás. Sólo con que hubiera mandado contra ellos cinco soldados, hubieran callado inmediatamente. Pero eso no pude hacerlo, José de Arimatea.
No se trata de eso –continuó al cabo de un momento—. Pero cuando hablé con él me convencí de que de aquí a poco, sus discípulos crucificarán a otros. En nombre de su nombre, en nombre de su verdad, crucificarán y atormentarán a otros, matarán otra verdad y alzarán en hombros a otros barrabases. Aquel hombre hablaba de la verdad. ¿Qué es la verdad? Vosotros sois una nación extraña que habla mucho. Tenéis fariseos y profetas, salvadores y otros sectarios. Todo el que inventa alguna verdad prohíbe todas las demás verdades. Como si un carpintero que hiciera una nueva forma de silla, prohibiese sentarse en las demás sillas que se hicieron antes que la suya. Como si por el hecho de haber inventado una nueva silla, quedaran inservibles todas las antiguas. Quizá la silla nueva sea mejor, más bonita y más cómoda que las otras. Pero, ¿por qué demonios un hombre cansado, no puede sentarse en una silla, sea la que sea, miserable, carcomida o de piedra? Está cansado y roto y necesita descanso. Y entonces, vosotros, le sacáis a la fuerza de esa silla sobre la que cayó sentado, para que vaya a sentarse en la vuestra. No os comprendo, José.
–La verdad –objetó José—, no es como la silla y el descanso. Es más bien como una orden que dice: ve aquí o allá, haz esto o lo otro, derrota al enemigo, conquista esa ciudad, castiga la traición y cosas parecidas. El que no escucha estas órdenes, es traidor y enemigo. Así ocurre con la verdad.
–¡Ay, José! –dijo Pilatos—. Si tú sabes bien que soy soldado y he pasado la mayoría de mi vida entre soldados… Siempre he cumplido las órdenes, pero no porque fueran la verdad. La única verdad era que estaba cansado o sediento, que añoraba a mi madre o alcanzar la gloria; que un soldado piensa precisamente, en su mujer, mientras el otro recuerda su campito y su par de bueyes. La verdad es que, de no haber sido por las órdenes, ninguno de esos soldados hubiera ido a matar a otra gente, tan cansada y tan desgraciada como él. Entonces, ¿qué es la verdad? Creo que me atengo más a la verdad si pienso en los soldados y no en las órdenes.
–La verdad no es una orden del comandante –respondió José de Arimatea—, sino la orden del conocimiento. Ves, sin lugar a dudas, que este pilar es blanco; si yo te asegurase que es negro, sería en contra de tu conocimiento y no me lo permitirías.
–¿Por qué no? –dijo Pilatos—. Me diría que seguramente debías ser terriblemente desgraciado e infeliz si veías negro un pilar blanco. Trataría de distraerte, de veras, me interesaría por ti aún más que antes. Y aunque solamente fuese una equivocación, me diría que en tu equivocación había tanta alma como en tu verdad.
–No es mi verdad –dijo José de Arimatea—. Hay solamente una verdad para todos.
–¿Y cuál es?
–Aquella en la que creo.
–Ya lo ves –dijo Pilatos lentamente—. Desde luego, es solamente tu verdad. Sois como los niñitos, que creen que el mundo termina donde termina el horizonte, y que después, no hay nada más. El mundo es grande, José, y en él hay espacio para muchas cosas. Creo que también en la realidad hay sitio para muchas verdades. Mira, soy extranjero en esta región y mi patria está más allá del horizonte; y, sin embargo, no diría que esta región no está bien y que la mía es la verdadera. Igualmente extrañas me son las enseñanzas de ese vuestro Jesús, pero ¿tengo por eso que decir que son falsas? Yo pienso, José, que todas las regiones son verdaderas y buenas, pero que el mundo debe ser tremendamente amplio para que todas quepan, unas delante de otras y junto a otras. Si se tuviera que poner Arabia en el mismo lugar en que está Ponto no sería, desde luego, justo. Y lo mismo ocurre con las verdades. Tendría que hacerse un mundo interminable, amplio y libre para que en él cupiesen todas las verdaderas verdades. Y yo creo, José, que el mundo es así. Si te subes a una montaña muy alta, ves las cosas como si estuvieran puestas en orden en una llanura. Desde cierta altura, hasta las verdades se funden. Pero el hombre, desde luego, no vive y no puede vivir en montañas altas; le basta ver desde cerca su casita y su tierra, las dos, llenas de verdades y de cosas; allí está su verdadero lugar, su lugar de acción. Pero, de vez en cuando, puede mirar las montañas o el cielo y decirse que, desde allí, su verdad y sus cosas existen, desde luego, sin que se le robe nada de ellas, pero que se funden con algo mucho más libre que ya no es su propiedad. Contemplar ese amplio panorama y, al mismo tiempo, cultivar su campito; eso, José, es algo casi como devoción. Y yo creo que el padre de los cielos, de ese hombre en cuestión, está de verdad en alguna parte, pero que se entiende a las mil maravillas con Apolo y otros dioses. En parte se compenetran y, en parte, son vecinos. Mira, en el cielo hay una inmensidad de sitio. Me alegra que esté allí el padre de los cielos.
–No eres ni caliente ni frío –le contestó José de Arimatea—, eres solamente templado.
Y se levantó para marcharse.
–No lo soy –respondiole Pilatos—. Yo creo, creo, febrilmente creo que hay una verdad y que el hombre la reconoce. Sería locura pensar que existe solamente una verdad con el fin de que el hombre nunca la encuentre. La conoce, sí, pero ¿quién? ¿Tú o yo, o quizá todos? Yo creo que todos tenemos nuestra parte en ella, el que dice sí lo mismo que el que dice no. Si esos dos se unieran y se comprendiesen, surgiría de ello la verdad. La negación y la afirmación no se pueden unir, mas la gente sí. Hay más verdad en la gente que en las palabras. Comprendo más a la gente que a sus verdades; pero hasta en eso hay fe, José de Arimatea, hasta para eso es necesario mantener el entusiasmo y el éxtasis. Yo creo, creo absolutamente y sin dudas. Pero… ¿qué es la verdad?

Tomado de Magazín Domincal de El Espectador , No. 641. agosto 27 de 1995, pp. 10-11.