sábado, 16 de febrero de 2008

El gran Gatsby: Francis Scott Fitzgerald

Nació en los Estados Unidos en 1896, y es uno de los más grandes poetas del derrumbe humano. No es una casualidad que sus propias notas autobiográficas se titulen “The Crack-Up” (El hundimiento). Su legado está asociado a ciertas imágenes que resumen perfectamente la condición de la derrota: un hombre que mira desde afuera, a través del vidrio de una ventana, en medio de la lluvia, la fiesta que ocurre adentro, en el lujoso salón; el individuo que, después de llevar una vida disipada, intenta recuperarse sinceramente, pero su pasado pesa tanto que le impide seguir adelante (la frase final de su más brillante novela, “El Gran Gatsby”, dice: “Y así vamos adelante, botes contra la corriente, incesantemente arrastrados hacia el pasado”). En uno de sus cuentos, “La década perdida”, un arquitecto despierta después de una borrachera de diez años, y ve todas las cosas como si fueran completamente nuevas, como si hubiera estado viviendo en otro planeta.

Obsesionado por el fracaso, no fue sin embargo un derrotista, aunque algunas de sus más famosas frases sugieran esto último: “en la noche negra del alma siempre son las tres de la madrugada”, “enséñame un héroe y te escribiré una tragedia", “el dinero ha aniquilado más almas que el hierro cuerpos”, “toda vida es un proceso de demolición”. Todo lo cual resulta matizado por su profunda valoración del amor, la belleza y el heroísmo. Por eso, la frase que debería ponerse siempre que se quiera explicar su visión del mundo, es la siguiente cita de sus notas autobiográficas: “Uno debería ser capaz de ver que las cosas son irremediables y, sin embargo, estar decidido a hacer que sean de otro modo”.

La historia de su vida, que parece el argumento de una de sus propias novelas, ha convertido a Scott Fitzgerald en un mito, lo cual ha hecho también que casi nadie lo recuerde por su obra. Dos de los más grandes escritores norteamericanos, y de los más justicieros también, alcanzaron a reconocer en Fitzgerald a un genio: Raymond Chandler dijo que “El Gran Gatsby” es una obra de arte casi perfecta; y Faulkner, el inmodesto y nada generoso William Faulkner, dijo que Scott Fitzgerald era el mejor escritor de su generación (el segundo, desde luego, era el propio Faulkner). Ahora que vivimos en medio de una moda hedonista, para la que sólo la felicidad y el placer valen la pena, la lectura de Fitzgerald puede ayudar a recordarnos que toda felicidad tiene un costo, y que el más alto usualmente es el que se nos cobra por las más intensas. Como lo expresa perfectamente esa famosa línea de la música portuguesa, que hubiera podido ser escrita por Scott Fitzgerald: “la tristeza no tiene fin, la felicidad sí”. Murió el 21 de diciembre de 1940, en Hollywood, como si fuera un personaje de una de sus propias historias: olvidado y pobre, después de haber abrazado la fama y la riqueza; con su esposa internada en un manicomio, solo, a los pies de la más grande fábrica de felicidades falsas.

jueves, 7 de febrero de 2008

Vapuleado: Nicolás Gómez

En una nota del último número de Arcadia se comenta la admiración de ciertos escritores y filósofos europeos por la obra de Gómez Dávila. Se comenta también que el Instituto Cervantes realizó recientemente en Berlín un coloquio sobre su obra, en el cual participaron Fernando Savater y el profesor colombiano Carlos B. Gutiérrez. Y se comenta que ambos comentaron que los apuntes antimodernos de Gómez son disparates. ¡Pero qué disparates! En los círculos académicos de la filosofía en Colombia, Gómez disfruta de un amplio desprestigio. Y decimos que disfruta porque él era católico y, por tanto, creía en la vida eterna y entonces debe estar allá riéndose. Y disfruta también porque una aclamación unánime de la academia habría sido, para él, una prueba de que su obra no valía la pena. Pero ahí tenemos el descrédito y, por tanto, la gloria.

Hay dos clases de lectores que se fastidian con los escolios de Gómez: los profesores y los modernos. Los profesores colombianos de filosofía siempre hemos sentido fastidio ante quien escribe por fuera del aparato académico: sin muchas citas, diciendo lo que piensa, en un lenguaje llano o con ‘estilo’. Estos, para los profesores, son síntomas de una enfermedad. Pero con el paso del tiempo son los enfermos los que perduran (seguramente son más leídos o por lo menos recordados tipos como Luis López de Mesa o Fernando González que todos los profesores de filosofía juntos). El propio Gómez tiene un aforismo fulminante: “El más repulsivo y grotesco de los espectáculos es el de la superioridad de profesor vivo sobre genio muerto”. En su Diccionario filosófico, Savater apunta algo que se aplica perfectamente a los ‘disparates’ de Gómez (o, más, bien, a quienes se fastidian): “La divisa del que piensa poco o mal suele ser: “¿qué pensarán de mí?” Nada menos respetable en un filósofo que un patente afán de respetabilidad”. Él mismo, Gómez, se llamaba “reaccionario”, y en uno de sus escolios dijo: “No soy un intelectual moderno inconforme, sino un campesino medieval indignado”.


He aquí una breve homeopatía (como dice otro 'reaccionario', Malcolm Deas): unas gotas del veneno:

Las ideas confusas y los estanques turbios parecen profundos.

Cuando oímos los acordes finales de un himno nacional, sabemos con certeza que alguien acaba de decir tonterías.

Toda recta lleva derecho a un infierno.

Elegancia, dignidad, nobleza, son los únicos valores que la vida no logra irrespetar.

Basta que la hermosura roce nuestro tedio, para que nuestro corazón se rasgue como seda entre las manos de la vida.

El suicidio más acostumbrado en nuestro tiempo consiste en pegarse un balazo en el alma.

Al cabo de unos años, sólo oímos la voz del que habló sin estridencias.

La castidad, pasada la juventud, más que de la ética, hace parte del buen gusto.

Las extravagancias del arte moderno están enseñándonos a apreciar debidamente las insipideces del arte clásico.

La ética debe ser la estética de la conducta.

El escritor que no ha torturado sus frases tortura al lector.

Civilización es lo que logran salvar los viejos de la embestida de los idealistas jóvenes.

El hombre moderno se encarceló en su autonomía, sordo al misterioso rumor de oleaje que golpea contra nuestra soledad.

¿Quién no teme que el más trivial de sus momentos presentes parezca un paraíso perdido a sus años venideros?

El periodismo fue la cuna de la crítica literaria. La universidad es su tumba.

La crítica “estéril” logra a veces esas conversiones del alma que modifican substancialmente los problemas. La crítica “constructiva” sólo multiplica catástrofes.

Cupo a este siglo el privilegio de inventar el pedantismo de la obscenidad.

Frente a tanto intelectual soso, a tanto artista sin talento, a tanto revolucionario estereotipado, un burgués sin pretensiones parece una estatua griega.

La Musa no visita al que más trabaja, o al que menos trabaja, sino a quien se le da la gana.

Periodistas y políticos no saben distinguir entre el desarrollo de una idea y la expansión de una frase.

Quien mira sin admirar ni odiar, no ha visto.

Quienes se quejan por la estrechez del medio en el que viven son socialistas doctrinarios. El socialismo es la doctrina de la culpabilidad ajena.

La fealdad de un objeto es condición previa de su multiplicación industrial.

El marxista no duda de la perversidad de su adversario. El reaccionario meramente sospecha que el suyo es estúpido.

Saber cuáles son las reformas que el mundo necesita es el único síntoma inequívoco de estupidez.

Negarse a admirar es la marca de la bestia.

El reaccionario, hoy, es meramente un pasajero que naufraga con dignidad.

La educación primaria acabó con la cultura popular. La educación universitaria está acabando con la cultura.

El hombre no posee su inteligencia: su inteligencia lo visita.

La exclusiva lectura de contemporáneos reseca el cerebro.

La riqueza facilita la vida, la pobreza la retórica.

Errar es humano, mentir democrático.

Las babas son el lubricante de las sociedades democráticas.

Al tonto no lo impresiona sino lo reciente. Nada, para el hombre inteligente, depende de su fecha.

A la lucidez de ciertos momentos la acompaña a veces la sensación de velar sólo en una ciudad dormida.

La izquierda agrupa a quienes cobran a la sociedad el trato mezquino que les dio la naturaleza.

El roce social no pule, empuerca.

La cultura, que fue antes el costoso orgullo de una clase, es ahora el negocio de un gremio.

¡Qué bien escriben los reaccionarios, ala!