domingo, 20 de julio de 2008

Vallejo: el mensajero


El ritmo en el que está escrita es el de la vida errática del protagonista: de Colombia a Guatemala, de aquí a México, luego a Cuba, luego a México, luego a Honduras, al Salvador, a Perú, a Colombia otra vez, y a México a morir. La pesquisa de Vallejo sigue la misma ruta que la búsqueda de la identidad que marcó la vida de Barba Jacob (o Ricardo Arenales, o Juan Sin Tierra, o Juan Azteca, o…). La biografía se convirtió en “una carrera contra la muerte”. Contra la muerte de Barba Jacob y de quienes guardaban en su memoria los recuerdos de los recuerdos de Barba Jacob; lo único que queda: una fuga o, mejor, el rastro de una fuga. No sólo por su obstinación en revisar las huellas que dejó el poeta, sino también por su estilo torrencial, Vallejo era el indicado para escribir esta biografía. El autor, desde luego, no pierde la ocasión de lanzar algunos de sus dardos contra figuras de renombre. Una de sus víctimas a lo largo del libro es el gran Octavio Paz: “Hay en este país un loco, un loco pretencioso, que ha dicho, escrito, que el único que desafinaba en la segunda edición de “Laurel, Antología de la Poesía Moderna en Lengua Española” era Barba Jacob. Ese loco pretencioso es un poetilla soso de nombre insulso, al que también, como a Echeverría, le llevaron a Barba Jacob al Hotel Sevilla. Quién sabe qué le haría. Se llama Paz, dizque Octavio Paz…” En eso sí no nos metemos.

miércoles, 16 de julio de 2008

un bar es un bar es un bar

He aquí una de las eruditas intervenciones de Pablo R. en el festival malpensante 2008. La culpa se la pueden echar a Camilo Jiménez, que era el moderador de la mesa: más o menos como ponerle a Maradona de tutor espiritual al Tino Asprilla (de izq. a der.: Jorge Morales, Pablo R., Mauricio Guerrero y Camilo Jiménez):

viernes, 11 de julio de 2008

La patria era el lenguaje: Alejandro Rossi


En Bartleby y compañía, Vila Matas expresó con elocuencia una duda y una certidumbre que nos ha acosado a muchos: la existencia de escritores que no escriben o que escriben poco o que cuando escriben lo hacen como susurrando cosas al oído, como usando la voz para negarse a hablar por el recurso de usar las palabras escritas por otros. Es lo que nos pasa con el Dr. Calle, por ejemplo, cuya columna en el boletín de Libélula libros siempre sorprende por esa forma de presentar una visión propia envolviéndola en citas ajenas; un escritor que no escribe sino que selecciona y, finalmente, logra fragmentos memorables hechos de jirones arrancados a los otros.

Leyendo a Alejandro Rossi encontramos por fin una enunciación elegante y convincente de esta sospecha vuelta certeza: un escritor no siempre es el que escribe. Aquí va:

[La literatura…] ha sido, más que la filosofía, mi santo y seña para mezclarme con la realidad. La literatura me ha dado la gramática básica para estar en el mundo. Aquí sería bueno hacer un distingo. La literatura como un conjunto de obras y la literatura como una disposición humana. Por un lado los libros y los cuentos orales y, por otro, la inclinación a convertir la experiencia en una suerte de narración continua, como si todo lo que me pasara fuera una historia, un cuento, a veces redondo, a veces inacabado, pero siempre bajo la forma narrativa. Yo era ese muchacho que llamamos “cuentero”, aquel que no puede dejar de hilvanar los hechos a un ritmo de relato. En ocasiones divertido y en otras exasperante. Con lo cual quiero decir que esa disposición, cuya explicación eludo, nos coloca en la literatura aunque no hayamos escrito ni un renglón. Luego, si hay buen destino, vendrán los aprendizajes de la artesanía. En efecto, yo he sido por largos años un escritor oral y un lector más o menos dedicado. Lo que no debe entenderse, por supuesto, como si nunca escribiera nada. Ya he contado en otro sitio que el ambiguo padre Furlong me obligaba a redactar unos textos sobre temas cuasiabstractos –una llave, una silla, un sombrero— y cómo el jesuita bravo los corregía con su violento lápiz rojo. Viví, pues, en la literatura, en constante disposición literaria, aun cuando fuese casi virgen de publicaciones. Ahora bien, la relación con la literatura está marcada por una situación esencial: la extranjería. Aunque no exclusivamente, también una peculiar extranjería lingüística. La literatura se escribe o se crea desde lenguajes específicos y cada uno de ellos ofrece un repertorio retórico con el que tenemos que luchar. Pero antes del momento literario cada escritor se mueve en una lengua que lo rodea en su cotidianeidad. Esos sonidos, palabras, giros, dichos, tonos, imágenes, asociaciones, son el magma desde el que se decanta la escritura. Es un hecho fundamental. Por eso quiero evocar cuál fue mi situación particular. Nací entre dos idiomas, el italiano y el castellano. El italiano era la lengua de mi padre, ciudadano de Florencia, y el español la de mi madre, una caraqueña con muchas visas en el pasaporte. Mi padre, naturalmente, me hablaba en italiano y mi madre en los dos: en la intimidad me cuchicheaba en castellano y en público en italiano. Se mezclaban un poco los dos, pero predominaba la lengua de Florencia, el lugar de mi nacimiento y de nuestra vida de entonces. La primera educación fue en italiano y, lo que es más significativo, en italiano charlaba con mi hermano, con los compañeros y, en una edad temprana, con una imborrable mujer –suerte de niñera—, mi interlocutora mayor, desaparecida en la Segunda Guerra en un campo de trabajo alemán, una de esas mujeres de origen campesino que hablan con una viveza y propiedad maravillosas, las verdaderas dueñas de la lengua. El español estaba, pues, circunscrito a una práctica de alcoba y al trato con mis parientes maternos en sus frecuentes visitas y durante algunas vacaciones que pasé en Venezuela, la lejana Venezuela, que alcanzábamos en prolongados viajes de mar. En esas temporadas de trópico suave me empapaba de un castellano cruzado de andalucismos, todo canario y ecos africanos, herencia que, por supuesto, todavía guardo. Sin embargo, el italiano predominaba y recuerdo la molestia que padecía en una escuela, a la hora de comer, por no venirme a la cabeza la palabra “cucharita” –que me faltaba para el postre— y el grito, en realidad alarido, con que la pronuncié cuando al fin apareció: ¡cucharita! Fue como un primer examen de castellano […] Más tarde –aunque no mucho más— ya en Roma, asistí a un colegio mixto de idiomas dirigido por unas monjas españolas. Allí tuve un encuentro sintáctico con el español. No pienso en las espesas páginas del padre Coloma que me dictaba una de ellas en las horas inmóviles de la siesta. Sino en una mañana en que, durante el recreo, varios niños y yo nos peleábamos en el baño por ver quién –seré púdico— se aliviaba primero. De pronto apareció la bella y terrible madre Juana, la directora. Me tomó por un brazo y con un rostro severo –y cada vez más hermoso— me dijo silabeando despacio: “¿Sabes cómo se llama al que hace eso? Se llama un sinvergüenza”. Me produjo un curioso efecto. En lugar de reflexionar sobre el acto supuestamente reprensible, entré en un estado de contemplación lingüística, asombrado de que la palabra que hasta entonces había entendido en bloque como una sola, en realidad se compusiera de dos y significara no tener vergüenza, sin-vergüenza. Una inesperada lección de filología que sirvió de alerta idiomática. Lentamente, de manera lateral, me fui colando en el español. Siguió, en plena guerra, un tránsito por Sevilla y, después, el viaje definitivo a Hispanoamérica, el que trae el asentamiento en el idioma y el inicio de una extranjería permanente. Creo que la paulatina distancia, en este caso de la lengua paterna, propició una carencia de la que siempre me he dolido: una incapacidad para escribir poesía en español. En el intercambio de lenguas perdí algo que, entreveo, es esencial. Claro, a lo mejor ésta es una excusa honorable para disfrazar una limitación congénita. Tal vez, pero ocurre que en italiano tengo mayor facilidad –aunque la ejerzo rarísima vez—, digamos, para versificar y entonces me planteo si no habrá alguna razón más allá de los defectos personales. Sin generalizar demasiado y sin ahuecar la voz me parece que en el idioma de la infancia se aprende el ritmo y la cadencia que el poeta natural utilizará más tarde. También se adquiere el tono y el tejido de asociaciones y palabras y sonidos. En la lengua primera se da ese milagro difícil de explicar que es la “palabra viva”. Aludo a ella –no soy capaz de definirla— como esa palabra palpitante que irradia una energía inagotable. Yo acudiría, para acercarme algo a ella, a la vaga distinción entre símbolo y representación. La palabra viva sería la que representa el sonido, el color, el peso, la masa de un objeto, la que parece el único signo, la única palabra posible para nombrar, digamos, el “agua”, la que nos muestra esa cualidad cristalina, ese ruido de líquido en movimiento. Con la palabra viva estamos a la menor distancia posible del mundo y de nuestra memoria del mundo. Con el símbolo se pierde esa inmediatez, esa aura, es lo que sucede cuando hablamos un idioma extranjero, sabemos que ese fonema significa “pan”, pero sentimos que es un intermediario un poco mezquino y exangüe. Intuyo que la habilidad poética se nutre de ese fondo original. Lo cual lleva a preguntarme qué sucede cuando escribo en castellano una escena que pasó en italiano, es decir, cuando recuerdo en español lo que viví en italiano. Quizá el lector no lo advierta, pero sí el que escribe. Si, por ejemplo, yo escribo “Stamattina ho visto a Eva. S’avvicinó e mi domandó: Che fai bello? Era come la padrona della spiaggia”, y después redacto en español aquel instante del antiguo verano y digo: “Esta mañana vi a Eva. Se acercó y me preguntó: ¿qué pasó, guapo? Era como la dueña de la playa” –¿no hay cambio alguno?—. No me refiero a los problemas normales de traducción de un idioma a otro, sino a cuál de las dos versiones expresa mejor aquel recuerdo, aquella emoción. ¿Cuál sería el idioma ideal para describirla? Si tuviese que elegir ¿cuál de los dos sería, según mi gusto, el más adecuado? ¿Se me queda algo en el tintero si lo hago en español? ¿Es una ilusión esa lejanía que siento, esa como falta de corporeidad? ¿Es una ilusión la debilidad asociativa que percibo, como si no recogiera las múltiples conexiones de la escena, como si fueran palabras sin memoria? ¿Qué hace allí la palabra ‘guapo’, más desafiante, menos sensual y que endurece así la expresión “Che fai bello”? Pero, ¿no tengo acaso acceso a ese recuerdo de una manera directa tal que pueda recobrarlo en cualquier idioma con la misma densidad emotiva? Sospecho que no. Sospecho que esos recuerdos y esas emociones están escritos en un idioma particular. Si fuese de este modo, yo estaría obligado, al escribir sobre ciertas zonas del pasado, a una continua transacción entre el lenguaje del recuerdo y el otro, que me impone sus ritmos y correspondencias. No es una situación dramática, es simplemente un problema estilístico, uno entre otros.

También era un acertijo estilístico el que me planteaban los cambios geográficos y la extranjería. Pienso en la ausencia de un lenguaje de la calle que fuera específicamente mío, en la carencia de ese arco que va de la lengua del patio y de la cuadra pendenciera a la literatura. ¿Cuál hubiese podido ser? ¿El de Florencia, el de Buenos Aires, el de Caracas? Cuando bajé en un avión a la Ciudad de México, año 1951, era ya tarde. La vida tiene sus tiempos. Por eso, por todo eso, tal vez, la preferencia por las prosas tersas y deliberadas, por el metalenguaje, por las parodias, por las narraciones incrédulas, las que tantean, como un bastón de ciego, la realidad, las que construyen el cuento de la vida como una incertidumbre y una adivinanza. ¿Y no es eso una especie de “investigación lógica” de las razones para afirmar esto o aquello? Aquí, precisamente aquí, está el punto de intersección de la filosofía con la literatura. No en la presentación aparentemente literaria de opiniones filosóficas, no en una prosa coqueta hinchada de tesis pretenciosas, ni tampoco en la utilización didáctica de recursos literarios. No, el punto de intersección se da en la técnica narrativa, la cual supone una suerte de actitud epistemológicamente semejante frente a la literatura y a la filosofía. ¿Es extraño, entonces, que un viejo aficionado a la filosofía analítica se incline por esta literatura? O lo contrario: ¿no es natural que quien en su adolescencia se deslumbró con la prosa de Borges se sintiera atraído por aquellos manuales de lógica escolástica y luego, con el correr de los años, por las preguntas de Wittgenstein?

Tomado de “Cartas credenciales”, discurso de la Ceremonia de ingreso a El Colegio Nacional, febrero 22 de 1996, en Obras reunidas, F.C.E., México, 2004, pp. 499-506.

sábado, 5 de julio de 2008

Recomendado del Dr. Calle: Carlos Marcucci

Si busca en Google, probablemente encontrará que Carlos Marcucci fue un formidable bandoneonista argentino, nacido en 1904 y muerto en 1957. Pero este recomendado del Dr. Calle debe de ser otro. Porque la editorial L.H. publicó una antología -"Trompitas pintadas"- mucho después del deceso del bandoneonista, y el compilador fue Marcucci. La misma editorial publicó "El chiste que más me hizo reir" (1972), de donde proviene el siguiente relato. Por ahora, por favor, a quien encuentre algo sobre este segundo Marcucci, le rogamos que nos lo haga saber. Aquí va:

Bernardo Jobson y su propia parte de atrás

"No es lo mismo una conducta recta que un recto conducto."
(Apocalipsis 14;5)

Bernardo Jobson es una especie de oso de casi dos metros, más de cien kilos y un humor que puede llegar a desarticular a un autor de necrológicas. Cuando lo entrevistamos en el café La Paz no imaginábamos que podría relatarnos una anécdota tan descojonante, tan llena de desparpajo porteño, tan absurda y real como la que narró con lujo de gestos y ademanes.

“Todo comenzó con un dolor tremendo en el culo, un terrible dolor en el culo que hizo que tuviese que pedir el correspondiente permiso para la atención médica. Cuando me dirigía a la oficina del jefe pensaba más o menos lo siguiente: ...El problema es que el jefe no me va a creer ni una sola palabra de todo lo que le diga. Le he hecho tragar ya tantas milanesas, tantas albóndigas súper condimentadas que ésta no me la va a creer. Pienso en alguna excusa potable, pero me da un poco de bronca: ¿una vez que tengo una razón valedera para ausentarme de la oficina voy a tener que apelar a una mentira? ¿Tan mal anda el mundo?...

Pensaba en toda esa filosofía pero sabía que la dialéctica no me absolvía del dolor que tenía desde la mañana y que amenazaba con la posibilidad de que la gente me creyese un deforme, al margen de haberme transformado en la máxima atracción del día en el subte, al proferir unos chillidos austeros pero evidentes. Trato de sentarme pero en ese momento vuelvo a sentir como si una tachuela me hubiese penetrado hasta la garganta. Por supuesto, las tachuelas se supone que pinchan en el culo y la mía era una tachuela totalmente ortodoxa. No me podía sentar, no me podía quedar parado, no podía quedarme un minuto más en ninguna posición. Y le gustase o no al jefe, allá fui. Con la verdad no temo ni ofendo y me paro frente al escritorio del salomónico.

—Plata no hay —me ataja—, y si necesitás plata porque se te murió algún pariente, antes me traés el certificado de defunción. Mirá, ni siquiera con el certificado. Únicamente contra presentación del cadáver.
—Jefe no quiero plata... —le digo, y agrego— por ahora.
Porque en ese momento pienso que en una de esas voy a tener que comprar un remedio y ante la presentación de la receta no podrá decirme que no. Mirá vos —me digo— ¿cómo no se me ocurrió antes ese yeite?
—Ni ahora ni nunca, ni siquiera a fin de mes... ¿Sabés que sos el único en la historia de esta empresa que cobra por adelantado? Ya tenés un mes de sueldo en vales...
—Jefe, perdóneme, pero no estoy de humor hoy. Todo lo que quiero es permiso para ir al hospital.
Hay que ver el conflicto que esto le produce. (¿Quién será : un pariente, un amigo, algún amor lejano…?) Pero reacciona.
—Sangre diste la semana pasada. Te fuiste a las 9 y no apareciste en todo el día.
—Jefe, usted se confunde. Que yo mida 1,95 y pese 102, no quiere decir que si me sacan medio litro del vital elemento, no quede medio dopado.
—Bueno, no sé, pero parientes vivos ya no te quedan, según me consta. ¿Quién es el moribundo ahora…
Nadie. Soy yo el que quiere ir al hospital, ahora mismo.
— ¿Qué te pasa? —esto lo dice enojándose consigo mismo, porque ya está entrando por la variante.
—Jefe, no me lo va a creer. ¡¡No me lo va a creer!!
No sé qué cara pongo, pero sí la que pone él. Se asusta: ¿Corazón, hígado, pulmón?, al mismo tiempo busca el término ese, difícil, ese término que cuanto mejor lo dice la gente, más se piensa en el gran médico que perdió la sociedad.
— ¿Algún trastorno cardiovascular?
Niego con la cabeza.
— ¿Visceral?
—Tampoco —digo.
Y como ya está a punto de agotar su diagnóstico precoz, apela a lo increíble, a lo que no puede ser en esta época.
— ¿Me imagino que no tendrá nada que ver con el sistema génito-urinario, ¿no?
—Y, más o menos —le contesto—, tengo un grano en el culo.

Diez minutos después estoy parado en el hall del hospital Pirovano mirando la guía de consultorios externos. Parezco un tailandés recién llegado buscando la temperatura media de Jujuy en la guía de teléfonos. No sé qué especialidad elegir: ¿"enfermedades secretas", "culología", "anología", "ojetología"? No figura ninguna, y a esa enfermera de la mesa de entradas no le pienso preguntar ni aunque me muera. Si fuera vieja todavía, pero no tiene más de 25 y hay que ver lo bien que está.
El portero, o algo así, acude en mi ayuda. Y como todos los porteros tienen obligación de ser médicos frustrados, cancheros viejos, empíricos de la medicina, que lo ven a uno y ya saben lo que tiene, me pregunta:
—¿Algún problema, señor? ¿Busca a alguien?
—Sí, la verdad que sí. Pero no sé exactamente a quién.
Juro que mi respuesta fue totalmente natural, pero él ya sospechaba algo turbio.
— ¿Alguno de los doctores?
—Sí, pero no sé cuál puede ser...
Los puntos suspensivos fueron benévolamente acogidos por el portero.
—Algún problema... —y mientras se apoya en una sonrisa comprensiva y paternal, agrega— Me parece que usted busca dermatología: primer piso, consultorio 23. Dígale al doctor que lo mando yo.
—Perdón, ¿dermatología? Y... ¿qué atienden allí? Quiero decir, si uno tiene...
— ¡Eh, por favor! Yo también tuve que ir cuando era joven... —y luego de asegurarse de que nadie lo ve, agrega—: tres veces. Claro, eran otros tiempos, ¿no?
—Sí, no va a comparar —le ratifico, mientras pienso que dermatología no puede ser. Que la piel del culo me duele, que de eso no hay duda, pero que no hay relación. Además, me duele cada vez más y antes de tener que relatar, por segunda vez, la cruda verdad, me tiro un lance y digo:
—Creo que es ortopedia.
Como a cualquier personaje orillero, lo tumba el asombro.
— ¿Ortopedia? Pero si usted camina lo más bien.
—No vaya a creer, hay momentos en que no puedo...
Comienza a decepcionarse, todo un caso social que él creía tener como primicia absoluta, ahora se le va diluyendo.
—Ortopedia —le insisto—. ¿No es donde curan las enfermedades del ort*, o algo así?
—Dígame, señor —me pregunta ya totalmente ofendido—. ¿A usted qué le duele?
—Bueno, para serle franco... me duele el culo, ¿qué quiere que le haga?
No tiene ninguna anécdota al respecto y no sé si me la hubiera contado en el caso contrario. Lo miro fijo. Ya me odia. Dice entonces secamente:
—Vaya a la guardia. Ahí lo van a atender. Parece mentira.
Cuando me dispongo a irme, la vocación lo traiciona y me dice:
—Tómese un Geniol... o dos.
Le agradezco la insólita receta y enfilo para la guardia. El continente americano se ha enfermado hoy, y me pongo en la cola.

Las proporciones de la fila hacen dudar si llegaré vivo a que me atiendan, pero, a la vez, pienso que me da el tiempo suficiente, para ver qué le digo a la mina que está sentada en un escritorio y distribuyendo el juego como un hábil mediocampista:
—Usted allí, usted acá... hoy está prohibido enfermarse del hígado, el reumatólogo tiene hepatitis...
Pienso en lo que voy a decirle.
—Me duele el recto (y todo el mundo pensando qué lástima, un muchacho con ese físico y maricón).
—Quiero que me revisen el recto (y la misma conclusión, ahora ya sin ninguna duda sobre mi desviación sexual).
—Busco al rectólogo (y lo mismo; éste quiere disimular que es maricón, lo cual no deja de ser peor. Por lo menos, que afronte su desgracia con altivez, caramba).
La cola se acorta, faltan dos tipos y no sé todavía qué voy a decirle, entonces pienso que el punto que está delante mío me puede salvar. Quisiera ver cómo le explica él, que tiene bichitos juguetones, así aprovecho la bolada. Él entonces crea un antecedente y lo mío se hace menos grave.
Cuando le llega el turno, la enfermera le pregunta nombre, apellido, edad, domicilio y por poco hincha de quién. Con soberbia cara de otario me acerco a escuchar el crucial diálogo.
— ¿Qué problema tiene? —pregunta elle, y él, a punto de caérsele la cara de vergüenza por lo frágil ser humano que es, responde:
—Tengo una uña encarnada.
Pienso en la famosa clínica de diagnóstico que podríamos fundar el portero y yo y luego de dar mi filiación, la enfermera me mira y me pregunta con la mirada: ¿qué problema tiene? Yo, mudo. Finalmente accede al ritual.
—¿Qué problema tiene, señor?
—Bueno... tengo un dolor.
Apoya la cabeza en la palma y me vuelve a mirar. Está esperando que le diga dónde.
— ¿Sí? —me pregunta, dejando en el aire: "¿qué me dice?"
—Sí —le contesto.
El agitadísimo diálogo no deja de constituir una escena pintoresca que matiza la espera de todos los pacientes. Todos miran, detrás mío, no hay nadie. Esto puede durar todo el día. Pienso: "Ayúdame, miss Nightingale. Vos sabés de estas cosas".
— ¿Dolores durante la micción? —me pregunta sutilmente.
Dolores durante la micción parece el nombre de una mina de la sociedad colombiana, pienso.
—No —le contesto. Y con un gesto le indico que siga intentando.
— ¿Dolores génito-urinarios? —me pregunta ahora un poco enojada, y antes de que se le ocurra la próxima posibilidad dolorosa, un sifilólogo frustrado opina en voz baja para que lo oigan todos:
¡Debe ser para dermatología, señorita!
—Señor, por favor, ¡no podemos estar todo el día con esto! Si usted no me dice que le pasa ¿Problemas génito-urinarios? —Insiste.
—Señorita —le digo con tono lastimero— no son génito-urinarios, pero... alguna relación tienen, no sé. El recto, ¿tiene algo que ver con el sistema?
Claro, la palabra es un cheque al portador. La noticia entonces recorre el hospital, pero el epicentro del fenómeno se centra en la guardia. El tipo de la uña encarnada me mira diciéndome con los ojos: "no te da vergüenza, si yo fuera tu padre te volvía a romper el culo, pero a patadas", y una madre le dice a su hijo: "vos vení para acá", y lo protege instintivamente del deleznable sujeto.
— ¿Tiene mucho dolor? —me pregunta.
—Sí. Por momentos es insoportable.
Un médico pasa por allí en ese momento y la enfermera lo detiene. Noto que habla de mí, el tipo me mira, como diciendo "sí, enseguida vuelvo", y sale.
Como pese a todo la enfermera me ama, me informa que en seguida me van a atender. La decisión provoca la tradicional reacción popular. Hay murmullos contra la aborrecible enfermera, pero en medio de la indignación general surge la voz de la madre del niño que, dirigiéndose a nadie, es decir, a todos, dice:
—Claro, y encima los atienden primero.

La configuración edilicia de la guardia propiamente dicha es un monumento a la discreción. Con un grabador y una filmadora uno podría, en diez minutos, escribir los diez tomos del Testud. El médico llena una ficha y me pregunta qué me pasa. Debe tener 22 años a lo sumo. Me pregunto: "¿En qué año estarás? ¿Ya rendiste culo, vos?"
—Mire —le explico—, desde ayer tengo un dolor bárbaro en el ano. Y ahora ya no puedo más. No me puedo sentar, no puedo estar parado, me duele si hablo.
—Bueno, vamos a ver. Venga por aquí.
A medida que recorremos el pasillo, va descorriendo las cortinas de los boxes, no sin provocar frecuentes chillidos, indignados, por favores y actitudes insensatas de quienes se ven sorprendidos con paños menores a media asta. Encontramos uno vacío, me ordena que me desnude y lo espere. En el box de al lado, el de la uña encarnada pega un grito y se traga una puteada que hubiera involucrado hasta al más remoto antecesor de la enfermera. Pienso: "la verdad, esto es mejor tomárselo en joda y cagarme de risa". A la sola mención del verbo defectivo, reflejo condicionado, diría mi psicólogo de cabecera, me entran ganas de ir al baño, vía recto. "Lo único que me faltaba, me digo, que me agarren ganas de cagar". El grito del de la uña encarnada va a parecer un susurro de amor comparado con el mío. Qué frágil y espiritual que es uno. Trato de engañarme y me digo que ya cagué. Mentira, me grita mi inconsciente, mientras pienso que algún día debo escribir un ensayo sobre la vida y la caca: dos cosas difíciles de aguantar.
Como la temperatura ambiente no es la más propicia para quedarse totalmente en pelotas, me dejo la camisa y los zapatos, bien a lo grasa de balneario de Quilmes. Me siento en la camilla y me observo el aparato génito-urinario, como diría el portero. Da lástima. Replegado sobre sí mismo, parece el experimento de un jíbaro que ha reducido un bandoneón. Cuando el de la uña encarnada opina que prefiere que le corten el pie antes de que se atrevan a tocarle la uña otra vez, entra el futuro médico, orgullo de la familia.
—Póngase en cuclillas —me ordena.
Me pongo en cuclillas y pienso que lo único que falta es que me suene un disparo para que yo salga en busca de la meta.
—Abra un poco más las nalgas.
Las abro.
—Un poco más —insiste.
—Doctor, no crea que no quiero colaborar con la ciencia, pero mido 1,95.
El tipo se ríe y me dice que está bien.
Para distraerme un poco, bajo la cabeza y miro hacia atrás. Me pregunto cómo no manda todo a la mierda y se manda a mudar también él. El espectáculo es deplorable, pero siento las manos frías en ambos glúteos y dos pulgares acercándose sugestivamente por ambos flancos. Instintivamente me hago el estrecho.
—No, por favor, quédese tranquilo. Así no puedo hacer nada.
Le pido perdón y rindo la ciudadela. Los pulgares se asumen y se acercan a las puertas del palacio ya. "Vos tocame nomás, tocame apenas y te cago encima", pienso. Ostensiblemente acuciadas por la posición decúbito panzal, las ganas de cagar se acentúan y ahora sí, me niego rotundamente.
El tipo se enoja y como ya ha entrado en confianza (después de todo ya me ha tocado el culo) me dice: "che déjese de embromar, parece mentira". (Lo que pasa es que no puedo abrirlo, qué carajo, llamalo como quieras, pero me cago, ¿qué querés que le haga?).
Como sospecha algo, me pregunta:
— ¿Qué le pasa?
—Doctor, perdóneme, ¿pero usted quiere creer que justo ahora?
Se agarra la cabeza y vuelve a reírse .
—Está bien, pero aguántese. No hay otra solución. Yo necesito sólo unos segundos para palparlo.
Tengo ganas de contestarle que yo también, pero para cagarme. No creo que el chiste le caiga bien.
Como soy un gil, me pregunta cosas a medida que empieza otra vez la invasión.
— ¿Es la primera vez que le pasa?
—Y la última, téngalo por seguro. (Aunque tenga que cagar por la oreja el resto de mi vida).
En ese momento, siento un alambre de púas recorriendo con libre albedrío las paredes iniciales de mi culo. Y pienso lo que debe estar gozando el de la uña encarnada. Pego un grito.
—Quédese como está —me ordena el galeno—. Relaje los músculos. Enseguida vuelvo.
Escucho que en el pasillo le pregunta a la enfermera dónde hay vaselina. La mera enunciación del noble lubricante para usos varios y aberrantes, me incita a salir corriendo despavorido, cuando advierto que la cortina se corre, entra alguien, doctora ella, y recorre con la mirada los hermosos y lascivos glúteos; luego va hacia el aparato génito-urinario propiamente dicho, me mira inquisitivamente, se va hacia atrás y vuelve a investigar la decoración en general, tuerce la cabeza convencida de que no hay nada que hacer (todo sería inútil), pide perdón y sale. En cualquier momento, deciden dejarme allí toda la mañana y cobrar entrada, pienso.
Se vuelve a correr la cortina y entra mi anólogo de cabecera con un frasco de vaselina como para revisar a un mamut. Lo deja sobre una mesita y procede a colocarse unos guantes de goma.
— ¿Es para evitar el embarazo? —le digo haciéndome el gracioso.
No me contesta porque los guantes son más viejos que el tobillo y no sabe por dónde empezar. Cuando logra ponérselos, le asoman dos dedos, lánguidos y desnudos.
—Un momentito —me ruega.
—Doctor —lo paro—. ¿Tengo que quedarme así obligatoriamente? Me duelen los brazos, sin contar con que cualquiera puede entrar como recién. El show, es maravilloso, espectacular, francamente un asco.
—No, quédese así. Y abra las nalgas todo lo que pueda.
Sale y vuelve al rato. Esta vez acompañado de un colega, futuro anólogo.
— ¿Fístula?
—No sé. Todavía no pude palpar.
— ¿Dolor?
—Sí.
—No se ve inflamación —dice el recién llegado desde la frontera con Bolivia.
— ¿Qué te parece?
—No sé. Palpá a ver qué pasa. Yo Ano V todavía no di.
El colega desaparece. De pronto, la situación se hace tensa. Me vuelve a abrir sin más trámite, se acerca todo lo que puede y, jugando, decide auscultar de zurda. Le miro el tamaño del dedo, manos de pianista más bien no tiene.
—Doctor, perdón, ¿pero usted piensa meterme eso adentro? —le pregunto con pánico.
—Por supuesto —me responde mientras cubre de vaselina el dedo.
—Pero dígame, ¿no tiene algo más... finito?
—Bueno, escúcheme bien. Ahora va en serio. O se deja palpar o se va a su médico.
Me dejo palpar.
Cuando las galaxias explotaron en el núcleo central del universo, todo fue durante un instante un rojo que nunca se volverá a repetir, una explosión en el seno más íntimo de cada una de las estrellas que se expandieron por el espacio buscando con sus puntas el lugar cosmológico, horadando el infinito como floretes incomparables, mientras el sol, vagabundo desde la eternidad, buscaba exactamente el centro de todo el sistema, calcinando todo lo que encontraba a su paso en una carrera devastadora que superó continentes, desequilibró el nivel de la superficie de los planetas, emergieron montañas y los volcanes, que durante millones de siglos se habían aburrido en las entrañas mismas de la tierra, emergiendo también como bestias, como una estampida de búfalos inconmensurable vomitando el rojo inicial, hasta que Dios dijo: basta, paremos aquí si queremos formar un planeta".

Bernardo Jobson salía del quirófano ad hoc, horadado y profanado en lo más íntimo, con la orden de volver al otro día para ser observado por el especialista en el asunto, sujeto que le aplicaría un aparato "que se llamará todo lo rectoscopio que quieran
—decía Bernardo— pero no deja de ser un fierro en el culo, hablando inteligentemente". En el momento de salir, el tipo de la uña encarnada apoyándose lastimosamente en uno de sus talones, va también hacia la salida. Jobson no sabe por qué, pero el tipo le sonríe y le dice: "¿Qué día, no?" al tiempo que camina junto a él. Jobson siente una de las famosas puntadas y se agarra del desuñado para no caerse, gesto civil y sin implicancias, que el tipo de acuerdo a lo visto, interpreta como un signo de amor a primera vista. Bernardo esboza otra sonrisa y entonces las cosas empeoran, porque el tipo de la uña, con cara de mufa, impotencia, asco y dolor a la vez, levanta instintivamente el pie de Aquiles y como Bernabé Ferreira en su tarde más gloriosa, le encaja una patada en el centro del culo. Por un segundo los dos se miran, sorprendidos. Después, al unísono pegan el grito inicial, el llamado de amor indio, pero de indio alzado, Tarzán navegando de liana en liana y llamando a todo el continente africano con voz tomada por un intempestivo resfrío e inmediatamente dan comienzo al primer festival mundial del cante jondo, no sin matizarlo, asiduamente con pasos de baile calé y danza rabiosamente moderna, todo por bulerías, claro está".

No fuimos testigos de nada de esto, pero lo imaginamos tan patéticamente, tan en carne propia, que aún varios días después de nuestra conversación con Bernardo Jobson, titubeábamos tímidamente antes de sentarnos en una silla.

Tomado, por incitación del Dr. Calle, de: http://www.foro-virtual.com.ar/viewtopic.php?p=149420&sid=636023aaa2bf0a68da130af751d871b0