viernes, 11 de julio de 2008

La patria era el lenguaje: Alejandro Rossi


En Bartleby y compañía, Vila Matas expresó con elocuencia una duda y una certidumbre que nos ha acosado a muchos: la existencia de escritores que no escriben o que escriben poco o que cuando escriben lo hacen como susurrando cosas al oído, como usando la voz para negarse a hablar por el recurso de usar las palabras escritas por otros. Es lo que nos pasa con el Dr. Calle, por ejemplo, cuya columna en el boletín de Libélula libros siempre sorprende por esa forma de presentar una visión propia envolviéndola en citas ajenas; un escritor que no escribe sino que selecciona y, finalmente, logra fragmentos memorables hechos de jirones arrancados a los otros.

Leyendo a Alejandro Rossi encontramos por fin una enunciación elegante y convincente de esta sospecha vuelta certeza: un escritor no siempre es el que escribe. Aquí va:

[La literatura…] ha sido, más que la filosofía, mi santo y seña para mezclarme con la realidad. La literatura me ha dado la gramática básica para estar en el mundo. Aquí sería bueno hacer un distingo. La literatura como un conjunto de obras y la literatura como una disposición humana. Por un lado los libros y los cuentos orales y, por otro, la inclinación a convertir la experiencia en una suerte de narración continua, como si todo lo que me pasara fuera una historia, un cuento, a veces redondo, a veces inacabado, pero siempre bajo la forma narrativa. Yo era ese muchacho que llamamos “cuentero”, aquel que no puede dejar de hilvanar los hechos a un ritmo de relato. En ocasiones divertido y en otras exasperante. Con lo cual quiero decir que esa disposición, cuya explicación eludo, nos coloca en la literatura aunque no hayamos escrito ni un renglón. Luego, si hay buen destino, vendrán los aprendizajes de la artesanía. En efecto, yo he sido por largos años un escritor oral y un lector más o menos dedicado. Lo que no debe entenderse, por supuesto, como si nunca escribiera nada. Ya he contado en otro sitio que el ambiguo padre Furlong me obligaba a redactar unos textos sobre temas cuasiabstractos –una llave, una silla, un sombrero— y cómo el jesuita bravo los corregía con su violento lápiz rojo. Viví, pues, en la literatura, en constante disposición literaria, aun cuando fuese casi virgen de publicaciones. Ahora bien, la relación con la literatura está marcada por una situación esencial: la extranjería. Aunque no exclusivamente, también una peculiar extranjería lingüística. La literatura se escribe o se crea desde lenguajes específicos y cada uno de ellos ofrece un repertorio retórico con el que tenemos que luchar. Pero antes del momento literario cada escritor se mueve en una lengua que lo rodea en su cotidianeidad. Esos sonidos, palabras, giros, dichos, tonos, imágenes, asociaciones, son el magma desde el que se decanta la escritura. Es un hecho fundamental. Por eso quiero evocar cuál fue mi situación particular. Nací entre dos idiomas, el italiano y el castellano. El italiano era la lengua de mi padre, ciudadano de Florencia, y el español la de mi madre, una caraqueña con muchas visas en el pasaporte. Mi padre, naturalmente, me hablaba en italiano y mi madre en los dos: en la intimidad me cuchicheaba en castellano y en público en italiano. Se mezclaban un poco los dos, pero predominaba la lengua de Florencia, el lugar de mi nacimiento y de nuestra vida de entonces. La primera educación fue en italiano y, lo que es más significativo, en italiano charlaba con mi hermano, con los compañeros y, en una edad temprana, con una imborrable mujer –suerte de niñera—, mi interlocutora mayor, desaparecida en la Segunda Guerra en un campo de trabajo alemán, una de esas mujeres de origen campesino que hablan con una viveza y propiedad maravillosas, las verdaderas dueñas de la lengua. El español estaba, pues, circunscrito a una práctica de alcoba y al trato con mis parientes maternos en sus frecuentes visitas y durante algunas vacaciones que pasé en Venezuela, la lejana Venezuela, que alcanzábamos en prolongados viajes de mar. En esas temporadas de trópico suave me empapaba de un castellano cruzado de andalucismos, todo canario y ecos africanos, herencia que, por supuesto, todavía guardo. Sin embargo, el italiano predominaba y recuerdo la molestia que padecía en una escuela, a la hora de comer, por no venirme a la cabeza la palabra “cucharita” –que me faltaba para el postre— y el grito, en realidad alarido, con que la pronuncié cuando al fin apareció: ¡cucharita! Fue como un primer examen de castellano […] Más tarde –aunque no mucho más— ya en Roma, asistí a un colegio mixto de idiomas dirigido por unas monjas españolas. Allí tuve un encuentro sintáctico con el español. No pienso en las espesas páginas del padre Coloma que me dictaba una de ellas en las horas inmóviles de la siesta. Sino en una mañana en que, durante el recreo, varios niños y yo nos peleábamos en el baño por ver quién –seré púdico— se aliviaba primero. De pronto apareció la bella y terrible madre Juana, la directora. Me tomó por un brazo y con un rostro severo –y cada vez más hermoso— me dijo silabeando despacio: “¿Sabes cómo se llama al que hace eso? Se llama un sinvergüenza”. Me produjo un curioso efecto. En lugar de reflexionar sobre el acto supuestamente reprensible, entré en un estado de contemplación lingüística, asombrado de que la palabra que hasta entonces había entendido en bloque como una sola, en realidad se compusiera de dos y significara no tener vergüenza, sin-vergüenza. Una inesperada lección de filología que sirvió de alerta idiomática. Lentamente, de manera lateral, me fui colando en el español. Siguió, en plena guerra, un tránsito por Sevilla y, después, el viaje definitivo a Hispanoamérica, el que trae el asentamiento en el idioma y el inicio de una extranjería permanente. Creo que la paulatina distancia, en este caso de la lengua paterna, propició una carencia de la que siempre me he dolido: una incapacidad para escribir poesía en español. En el intercambio de lenguas perdí algo que, entreveo, es esencial. Claro, a lo mejor ésta es una excusa honorable para disfrazar una limitación congénita. Tal vez, pero ocurre que en italiano tengo mayor facilidad –aunque la ejerzo rarísima vez—, digamos, para versificar y entonces me planteo si no habrá alguna razón más allá de los defectos personales. Sin generalizar demasiado y sin ahuecar la voz me parece que en el idioma de la infancia se aprende el ritmo y la cadencia que el poeta natural utilizará más tarde. También se adquiere el tono y el tejido de asociaciones y palabras y sonidos. En la lengua primera se da ese milagro difícil de explicar que es la “palabra viva”. Aludo a ella –no soy capaz de definirla— como esa palabra palpitante que irradia una energía inagotable. Yo acudiría, para acercarme algo a ella, a la vaga distinción entre símbolo y representación. La palabra viva sería la que representa el sonido, el color, el peso, la masa de un objeto, la que parece el único signo, la única palabra posible para nombrar, digamos, el “agua”, la que nos muestra esa cualidad cristalina, ese ruido de líquido en movimiento. Con la palabra viva estamos a la menor distancia posible del mundo y de nuestra memoria del mundo. Con el símbolo se pierde esa inmediatez, esa aura, es lo que sucede cuando hablamos un idioma extranjero, sabemos que ese fonema significa “pan”, pero sentimos que es un intermediario un poco mezquino y exangüe. Intuyo que la habilidad poética se nutre de ese fondo original. Lo cual lleva a preguntarme qué sucede cuando escribo en castellano una escena que pasó en italiano, es decir, cuando recuerdo en español lo que viví en italiano. Quizá el lector no lo advierta, pero sí el que escribe. Si, por ejemplo, yo escribo “Stamattina ho visto a Eva. S’avvicinó e mi domandó: Che fai bello? Era come la padrona della spiaggia”, y después redacto en español aquel instante del antiguo verano y digo: “Esta mañana vi a Eva. Se acercó y me preguntó: ¿qué pasó, guapo? Era como la dueña de la playa” –¿no hay cambio alguno?—. No me refiero a los problemas normales de traducción de un idioma a otro, sino a cuál de las dos versiones expresa mejor aquel recuerdo, aquella emoción. ¿Cuál sería el idioma ideal para describirla? Si tuviese que elegir ¿cuál de los dos sería, según mi gusto, el más adecuado? ¿Se me queda algo en el tintero si lo hago en español? ¿Es una ilusión esa lejanía que siento, esa como falta de corporeidad? ¿Es una ilusión la debilidad asociativa que percibo, como si no recogiera las múltiples conexiones de la escena, como si fueran palabras sin memoria? ¿Qué hace allí la palabra ‘guapo’, más desafiante, menos sensual y que endurece así la expresión “Che fai bello”? Pero, ¿no tengo acaso acceso a ese recuerdo de una manera directa tal que pueda recobrarlo en cualquier idioma con la misma densidad emotiva? Sospecho que no. Sospecho que esos recuerdos y esas emociones están escritos en un idioma particular. Si fuese de este modo, yo estaría obligado, al escribir sobre ciertas zonas del pasado, a una continua transacción entre el lenguaje del recuerdo y el otro, que me impone sus ritmos y correspondencias. No es una situación dramática, es simplemente un problema estilístico, uno entre otros.

También era un acertijo estilístico el que me planteaban los cambios geográficos y la extranjería. Pienso en la ausencia de un lenguaje de la calle que fuera específicamente mío, en la carencia de ese arco que va de la lengua del patio y de la cuadra pendenciera a la literatura. ¿Cuál hubiese podido ser? ¿El de Florencia, el de Buenos Aires, el de Caracas? Cuando bajé en un avión a la Ciudad de México, año 1951, era ya tarde. La vida tiene sus tiempos. Por eso, por todo eso, tal vez, la preferencia por las prosas tersas y deliberadas, por el metalenguaje, por las parodias, por las narraciones incrédulas, las que tantean, como un bastón de ciego, la realidad, las que construyen el cuento de la vida como una incertidumbre y una adivinanza. ¿Y no es eso una especie de “investigación lógica” de las razones para afirmar esto o aquello? Aquí, precisamente aquí, está el punto de intersección de la filosofía con la literatura. No en la presentación aparentemente literaria de opiniones filosóficas, no en una prosa coqueta hinchada de tesis pretenciosas, ni tampoco en la utilización didáctica de recursos literarios. No, el punto de intersección se da en la técnica narrativa, la cual supone una suerte de actitud epistemológicamente semejante frente a la literatura y a la filosofía. ¿Es extraño, entonces, que un viejo aficionado a la filosofía analítica se incline por esta literatura? O lo contrario: ¿no es natural que quien en su adolescencia se deslumbró con la prosa de Borges se sintiera atraído por aquellos manuales de lógica escolástica y luego, con el correr de los años, por las preguntas de Wittgenstein?

Tomado de “Cartas credenciales”, discurso de la Ceremonia de ingreso a El Colegio Nacional, febrero 22 de 1996, en Obras reunidas, F.C.E., México, 2004, pp. 499-506.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Todo un estilista de la lengua, gracias por el abrebocas muchachos...quedé bien antojado.

Camilo Jiménez dijo...

Vaya vaya. "Escritor oral"... Con razón: su columna en "Vuelta" nació de la invitación que le hizo Octavio Paz, quien quería que Rossi pasara las delicadezas que mostraba como conversador a un texto corto y contundente en esa revista mítica. De ahí nace uno de mis libros favoritos, que lleva el nombre que Rossi le dio a esa columna, "Manual del distraido".

Vaya vaya. Eso de las campesinas como verdaderas dueñas de la lengua... qué apreciación tan cierta y certera.

Habla aquí de los "prolongados viajes de mar" hacia Venezuela. Invito a leer un relato de uno de esos viajes, el definitivo, aquí:

http://elojoenlapaja.blogspot.com/2007/07/relatos-de-alejandro-rossi.html

Perdón por la autopromoción, pero es que el textico se conoce muy poco y es inmenso.

Deliciosa entrada, estimados.