martes, 29 de abril de 2008
SEGUNDA SERENATA EN MEMORIA DE ORLANDO SIERRA
SEGUNDA SERENATA EN MEMORIA DE ORLANDO SIERRA
"Música jamás oída, amada en antiguas fiestas"
Alejandra Pizarnik
Hace unos meses, pocos e hirientes para quienes somos sus amigos, fue asesinado Orlando Sierra Hernández por un hombre que desde la cárcel dice que se equivocó, que lo confundió con otro, para esconder a los autores intelectuales del crimen y sus razones, mezquinas y muy propias de este país. Quiero recordar hoy su silueta nerviosa, el rostro afilado del que una gafas redondas, siempre a media nariz, eran el complemento perfecto, su humor maravilloso, su memoria imposible, su dicción desatada, antes de pasar a un tema respecto al que él y yo conversábamos con frecuencia.
Cuando en 1985 Orlando Sierra publicó su segundo libro, El sol bronceado, su futuro poético parecía asegurado: apenas veinticinco años, un puñado de premios regionales significativos, la admiración de quienes compartimos las aulas de la Universidad de Caldas con él y una muestra de sus textos en Poetas en abril, la antología de la revitalizada poesía colombiana. Fue entonces cuando la necesidad y sus otras pasiones se confabularon para convertirlo en escritor de muy pocos libros: salvo un volumen colectivo en el que demostró sus virtudes como analista político, sólo uno más, Celebración de la nube, publicado y editado por la Casa de Poesía “Fernando Mejía Mejía” en 1992.
Uno de sus poemas más conocidos, Poética, dice: “Superar la tentación / del verso fácil / y el lugar común, / más también / (de ser posible) / evitar incluso el poema / que al fin de cuentas / la palabra es / (obviamente) / tan solo lo que sobra / del silencio” , pero a Orlando Sierra lo tentaba el rigor, no el silencio. Lector incansable, leía con la inocencia de un niño pero también con la perspicacia de un conocedor. “¿Sabes cómo presenta las personajes John Dos Passos?”, me preguntó una vez, para explicármelo luego con pelos y señales. “¿Cómo termina uno una novela que no se puede terminar?” me retó en otra oportunidad, para explicarme como lo hizo André Malraux. En cada libro hallaba los momentos, los giros que convierten al escribidor en escritor. Una vez, ante los grabados de la suite Vollard de Pablo Picasso, elaboró una teoría respectó a la manera en la que el que pintor español llegó a las deformaciones que le son características. No sé si acertaba o no, pero desde el punto de vista literario su apreciación era exacta. Y poco a poco, con una lentitud que las convirtió en póstumas, escribió sus novelas.
Recuerdo mal los títulos. Orlando las contaba una y otra vez –culebrero, taumaturgo o payaso, según conviniera a su relato–, relacionando los cambios, las mejoras que les hacía, y ese ejercicio de narración oral que al cabo de los meses depositaba en mis manos el original argollado, era su laboratorio de escritura, un espacio en el que generosamente aceptaba y rechazaba objeciones y consejos, incluso los que mi intolerancia trazaba con un lápiz rojo. Las novelas, entonces, se convertían en “la de Juanchaco”, en “la de las corbatas rojas”, en “la de Mosquera”, en “la de Saint-Nazaire”, producto de una beca que le concedió esta población francesa. Conservo dos títulos con exactitud: Para justificar a William Blake, una narración con muchísimos rasgos autobiográficos que los años fueron adelgazando y a la que mis compañeros de jurado no dudaron en conceder, para su culminación, una beca en una de las convocatorias regionales del Ministerio de Cultura, y Copia del muro de Berlín, que no pude leer porque incumplí la cita para recogerla. Ingeniosas, de fácil lectura, llenas de ese humor que hirió tanto a esos pocos que determinan lo que sólo Dios, en quien no creo, debería determinar, esas novelas competían en la mente de Orlando con sus poemas, también meditados una y otra vez, sopesados con el rigor que sólo entienden y practican los artistas verdaderos. En los archivos de su computador reposan, inéditos, muchos de ellos, los más, nostalgias de las muchachas a las que amó, certezas de la que amaba, declaraciones de amor al amor.
En unas semanas, desconozco la fecha exacta, una edición bilingüe de La estación de los sueños, una de sus novelas cortas, aparecerá en Francia. Supongo que unos pocos ejemplares llegarán a Colombia. Entonces reiniciaremos una larga, una de esas interminables conversaciones de escritores, a pesar de todo y de todos.
Otra de nuestras conversaciones surgió en su casa periodística, el diario La Patria, de Manizales. Una día de 1997, mientras hablábamos tal vez de fútbol, entró un fax que comunicaba un reconocimiento literario para mí. A Orlando lo sorprendió el título de mi libro, De música ligera. Cuando le expliqué que era una canción del grupo argentino Soda Stereo agachó la cabeza y me miró por encima de las gafas: “¿Y qué tenés que ver vos con un grupo de rock argentino?”.
Creo que llegó el momento de reconocer lo que Orlando sabía: que mi interés en la música obedece a mi incapacidad para la música.
La historia es simple: en la niñez y la adolescencia intenté varias veces convertirme en intérprete de un instrumento musical, todas sin fortuna. Tres, quizá cuatro profesores, empeñaron sus esfuerzos en acercarme al mundo de la guitarra pero yo nunca pasé del ejercicio mecánico de puntear algunas canciones de moda y la infaltable Nunca en domingo. Era rápido con los dedos, tenía por lo menos tanta disciplina como mis compañeros de curso y buena memoria, pero apenas desaparecían los números que servían de base para nuestras visitas guiadas por las cuerdas, era incapaz de conseguir lo que siempre quise: que alguien mencionara una canción y yo fuera capaz de acompañar su canto o de interpretarla sin necesidad de guías.
Y mi frustración tiene otra faceta más vergonzosa y pública: soy un pésimo bailarín o, para ser más sincero, no bailo. Con los años aprendí a realizar un movimiento cansado, sin dinámica, que mi pareja acepta como baile aunque no es más que el peor remedo; mis pies van y vuelven de ninguna parte sea cual sea el ritmo que esté sonando. Tal vez por eso a la segunda edición de De música ligera, el libro que con toda seguridad me tiene hoy ante ustedes, le quite uno de los dos epígrafes que tenía, un poema que se titula Música para dos:
Con sus dedos eternos
la música teje
un manto,
un cobertor,
un refugio para los imperfectos
bailarines que, como tú
y yo, sobre la pista,
más que bailar,
rítmicamente,
se abrazan.
Inequívocamente consideré que la experiencia que plasma Javier Pascual Aguilar en un boletín que el Ayuntamiento de Madrid dedicó a las promesas líricas de los noventa –hoy su nombre no lo registran los buscadores de internet–, está más allá de mis alcances. Hace unos meses me consolé leyendo unos apartes del ensayo titulado El odio a la música , en que el escritor francés Pascal Quignard narra el uso que los nazis hacían de la música en los campos de concentración: “La música viola el cuerpo humano. Hace poner de pie. Los ritmos musicales fascinan los ritmos corporales. Cuando se encuentra con la música, la oreja no puede taparse. La música, al ser un poder, se asocia de hecho a todo poder. Su esencia es la desigualdad”, y apoya sus opiniones, entre otras muchas citas, en lo que escribió Primo Levi sobre los presos de los campos de concentración: “Sus almas están muertas y es la música la que las empuja, otorgándoles voluntad, como el viento lo hace con las hojas secas”, en una anotación de Tolstoi: “Allí donde se quiera tener esclavos, es necesaria la mayor cantidad de música posible”, y en el historiador griego Tucídides: “La música no está destinada para inspirar a los hombres en el trance, sino para permitirles marchar y permanecer en estrecho orden”.
El texto de Quignard, verdaderamente impresionante, parece conferir una cierta grandeza, un hálito de rebeldía a la incapacidad de mis manos y mis pies, y apoya con argumentos muy sólidos mi coartada preferida a la hora del baile, el título de una novela de Norman Mailer, Los hombres duros no bailan, pero estaría dispuesto a desechar tan sapientísimas consideraciones por el obsequio súbito, sin aprendizaje alguno, del sentido del ritmo de una Celia Cruz o un Tito Puentes.
Pero volvamos a la época en la que reconocía con mayor facilidad que me gusta ser el alma de la fiesta. ¿Qué posibilidad me quedaba? Cantar. Tengo una voz promedio que funcionaba mejor antes de que las hormonas la engrosaran. Uno de mis profesores de la primaria me inmiscuyó en un coro que atiborraba el precario escenario del teatro del colegio, con lo que conseguía que tres o cuatro de sus miembros terminaran por el piso a causa del calor y la hipoglicemia. A don Uriel, era su nombre y tenía un segundo apellido compuesto que siempre nos hizo creer que su chifladura lo llevaba a tener tres apellidos, le encantaba Nino Bravo. Para la conmemoración de una fiesta religiosa nos hizo ensayar, entre otras canciones, Un beso y una flor, una de las composiciones de Armenteros y Herreros que hizo famosa el cantante valenciano. La víspera, cuando ya todos teníamos planchado el pantalón de paño y embetunados los zapatos, el padre rector –estudiábamos en un colegio arquidiocesano–, le sugirió a don Uriel que cambiara aquello del “beso”, que resultaba un tanto salido de tono, pese a las liberalidades del Concilio Vaticano II. El resultado fue que unos minutos antes de la misa los de la primera fila pasaron la voz de que en lugar de cantar: “Al partir, un beso y una flor”, entonaríamos: “Al partir, una rosa y una flor”, verso redundante y ridículo.
La ceremonia comenzó y una a una nuestras interpretaciones se sucedieron. Después de retirar a los dos desmayados de siempre, don Uriel se aprestó a dirigir y a cantar “Una rosa y una flor” porque él, quien lo dudaba, era capaz de subir como Nino Bravo. Y lo hizo, pero a algunos sectores del coro la modificación de la letra no les llegó o les llegó distorsionada; su poderosa voz fue opacada por una confusión de sonidos en la que era indiscernible cualquier palabra. El caos reinó, las gargantas vacilaron, se perdieron los tiempos, y dos minutos y medio después finalizamos nuestra interpretación de “Una rosa y una flor” con más pena que gloria.
Creo que esta experiencia infantil determinó mi sensibilidad para las letras de las canciones. Si, por razones pías, un cambio de dos sílabas provocó un fracaso tan estruendoso, había que respetar lo que los autores escribían y, por sobre todas las cosas, escucharlo y, años y libros después, invocarlo en la literatura. Como siempre, uno descubre el agua tibia; hace tiempo mucho escritores como Manuel Puig, Guillermo Cabrera Infante, Andrés Caicedo, Humberto Valverde o Luis Rafael Sánchez utilizaron la música popular en sus novelas y cuentos. En este sentido hay dos narradores que deseo recordar por la importancia que tuvieron para mí: el mejicano Alberto Huerta, quien escribió un pequeño libro de cuentos, Ojalá estuvieras aquí, que rinde un claro homenaje a una célebre balada del grupo inglés Pink Floyd, uno de mis preferidos, que se titula precisamente Whish You Were Here, y el peruano Alfredo Bryce Echenique, que desde sus libros iniciales de cuento, Huerto Cerrado y La felicidad Ja, Ja, convertía trozos de canciones en parte de su raudal narrativo, lleno de ironía y humor.
Pero a pesar de todo esto, nunca conseguí darle una explicación plausible a Orlando Sierra respecto a mi relación con un grupo argentino de rock, y sospecho que su reclamo pedía una explicación general, una especie de estética o poética, si así lo prefieren, por algo en su libro El sol bronceado hay un homenaje a Louis Armstrong, “Saliva blanca de boca negra” según sus palabras, una Carta poema a Daniel Santos en la que le dice: “Lo efímero (...) / es lo que más nos anda cuerpo arriba del alma. / Lo efímero, en últimas, es algo que también queremos.” , y un poema titulado Voz de siempre, que se refiere a Gardel: “Aún no eres ausencia Carlos / y es por eso que te esperamos, te seguimos esperando, / muy a pesar de que por ahí se diga / que andas tomando mate con Contursi” .
Fatalmente su pregunta se convirtió en angustia cuando fui invitado a la Feria Internacional del Libro de Bogotá para hablar de la música, la literatura y la ciudad, temas que alguien consideró cercanos a mí. Las prisas del cierre de edición del periódico le impidieron colaborarme, así que me fui a caminar, una actividad que casi siempre consigue aclarar mis ideas. En siete cuadras afronté, además del sonido ambiente de carros y gente, altavoces y radionoticieros, una muy variada muestra musical: Gloria Estefan glorificando la tierra donde ya no vive, Enrique Iglesias imitando los lamentables requiebros de su padre, Celine Dion impulsando más allá de las pantallas al célebre barco hundido en el Atlántico Norte, Silvio Rodríguez insistiendo en que ojalá pase algo que lo borre de pronto y Phil Collins interpretando los colores verdaderos de una canción que yo me acostumbré a escuchar en la voz chillona de Cindy Lauper. Cuando pasaba frente a un sitio en el que los adolescentes abren las puertas de sus vehículos y bombardean a los transeúntes con sus gustos, me interesé, por motivos que no vienen al caso, en una muchacha de casi veinte años, ciento sesenta y siete centímetros de estatura, largo y sedoso cabello negro, camiseta ombliguera, bluyín sin pretina que le quedaba perfecto –yo no sé si ustedes han notado que a muy pocas mujeres les quedan perfectos los pantalones sin pretina– y una disposición innata para bailar, para moverse –yo no sé si ustedes han notado que algunas mujeres tienen una disposición innata para moverse–. Bailaba a Shakira: cintura y cadera interpretaban Ojos así con una sensualidad inconcebible.
Persuadido de la impertinencia de mi mirada, aceleré la marcha. En nuestro bar de siempre, para ayudarme a aclarar las ideas, la providencia puso al grupo de mis mejores amigos. Ya en posesión de una cerveza, comenté a mis acompañantes las dificultades que tenía para vincular Literatura, Música y Ciudad de una manera coherente, ajustada a mis pensamientos y digna de ser escuchada. En ese momento uno de ellos protestó por lo que nos imponían por medio de la rocola. Sus palabras fueron: "Otro vallenato, esto ya parece Bogotá".
La supuesta correspondencia entre la capital del país y una forma musical de clara estirpe costeña despertó mi escepticismo frente a las clasificaciones que determinan qué son y qué no son literatura y música urbanas. Estoy convencido de que el género policíaco, por ejemplo, es casi exclusivo de las ciudades, y creo que el rock rara vez nace entre las plastas de vaca y las florecitas silvestres, pero dudo que la forma más sensata de basar estas relaciones sea pensando en el creador, siempre miembro de una minoría, y no en el oyente o el lector, parte mayoritaria y por igual activa de ese círculo vicioso –vicioso por lo adictivo–, del fenómeno artístico. Expresé tal inquietud a mis contertulios y uno de ellos me aconsejó:
–Lo que tu ponencia debería preguntar, es si el hecho de que haya, por decir algo, treinta y cinco mil rockeros en Bogotá, que por x o y consiguen que los medios se solidaricen con sus propósitos y los difundan, hace que podamos identificar a Bogotá con el rock o con unas ciertas formas de rock, para ser más claros. Lo cierto es que en miles de buses, taxis y hogares los sonidos predominantes son los del aborrecible Diomedes Díaz, quien no sólo vence a la justicia, también la creciente fragmentación que convierte a Bogotá en muchas ciudades y en ninguna.
Como ven, mis amigos se animan con cualquier discusión y tienen argumentos para todo. El más inteligente de ellos decidió extremar aún más las cosas:
–A veces, cuando estoy frente al televisor, veo la propaganda de un refresco natural y dietético que pregona ser tan novedoso como lo fue en su momento el sonido de Liverpool y pienso si hace cuarenta años los habitantes del puerto inglés asumían el tal sonido de Liverpool, o si lo hacen hoy. Y hay otros sonidos, entiendo que cuando uno ve una camiseta estampada con el rostro de Kurt Cobain debe ubicarse en otro puerto, en Seattle. Yo le preguntaría a tus compañeros de mesa redonda si cuando Shakira pregona las mutilaciones sensoriales que le causa el amor, hay que pensar en Barranquilla.
La ubicuidad de Shakira me hizo recordar que estoy más del lado de la literatura que de la música, así que después de pasar un trago largo les rogué que nos centráramos. Uno de ellos, que alguna vez trabajó en una editorial, atacó de inmediato:
–Lo que yo quisiera es que me explicaran por qué algunos críticos, si vamos a aceptar que lo son, creen que sólo es posible una narrativa urbana en Colombia si sus autores viven en Chapinero y ventilan sus concepciones artísticas en las librerías y bares del sector, con lo que además de despreciar a la mayor parte del país, también privan de tales posibilidades al 99.9% de los capitalinos.
Yo me pregunté de inmediato si estábamos frente a una explosión de resentimiento y procuré alejar la discusión de esos linderos. El resultado fue una nueva intervención de mi amigo el inteligente:
–Lo que tú debes enfatizar es el dilema de qué ciudad es la ciudad. Pensemos, por ejemplo, en Medellín. Quién logra captarla realmente: ¿Mejía Vallejo? ¿Jorge Franco? ¿Héctor Abad? ¿Juan Diego Mejía? El caso de Cali es más curioso, dos libros casi contemporáneos, Qué viva la música y Bomba Camará, los dos interesados en el mundo juvenil, los dos coincidiendo en la salsa, y tan distintos, como si describieran ciudades diferentes.
–Es que Caicedo y Valverde crecieron en barrios muy distintos –anoté yo, intentando hallar una verdad, un punto firme en el cual apoyarme. Un rechazo unánime a visión tan determinista me obligó al más absoluto recogimiento.
–Ahora bien –continuó mi amigo el inteligente–, ¿cuál de esos libros es el que consigue mayor aceptación? Cuál le dice algo a las nuevas generaciones?
Tal explosión triunfalista por parte de un caicediano recalcitrante provocó de inmediato una réplica:
–¿Pero es que se puede aceptar que lo que sus habitantes oyen o leen constituye la identidad de una ciudad?
–Aquí nadie lee ni siquiera el periódico –anotó rápidamente el exeditor. Castigamos su impertinencia con un silencio sobrecogedor que nos permitió enterarnos de que la rocola estaba reproduciendo los desvelos creativos de una niña española que imita con sus miembros famélicos a los gorilas o a los orangutanes, no estábamos seguros del simio.
–Yo conozco un caso de concordancia casi mágica entre una ciudad y la música que oyen, o que oían, porque esto lo viví hace unos años.
El amigo que habló siempre descubre concordancias mágicas, todos creemos que su cuenta telefónica se alarga con llamadas a Walter Mercado o a Walter Riso.
–En La Dorada –prosiguió–, era facilísimo aprenderse las canciones de Helenita Vargas. Como es un puerto, un sitio de paso en el que los hombres no se quedan, las doradenses se acostumbraron a establecer relaciones sentimentales fugaces, con fecha de vencimiento tan claramente determinada como la de un yogur. Y Helenita Vargas cantaba algo así como: "Yo sólo quiero que me comprendieras y que al fin sintieras lo que yo por ti, ya no seas así, dime que sí, yo me conformo con besar tus labios y estar en tus brazos en la intimidad, no te pido más, no te pido más". Uno caminaba por La Dorada y oía la canción en diferentes puntos pero al llegar al hotel o a donde fuera ya se la sabía y la había visto practicar en los bares y en las calles.
–¿Y La Dorada es una ciudad? –preguntó el inteligente.
–Tiene el número de habitantes de muchas ciudades del Viejo Continente –replicó nuestro amigo el mágico.
–Pero no es lo mismo una ciudad en Europa que una en Latinoamérica –explicó alguien.
–¿Y cuál es la diferencia?
Había llegado el momento de pasar un trago de cerveza.
–La palabra clave es el ritmo –propuso mi amigo el mágico.
–¿El ritmo? –preguntamos todos en coro.
–¿Cómo es el rock? ¿Cómo son las ciudades modernas? –comenzó excitado–. La música tiene ritmo, los mejores escritores tienen una respiración, un ritmo, hasta García Márquez lo dice, y cada ciudad tiene su ritmo, su sonoridad y sus habitantes buscan una coincidencia, una concordancia...
Apenas pronunció estas palabras todos nos volvimos hacia otro lado. Días después, cuando yo estaba ya en la fatídica mesa redonda, uno de los profesores que me acompañaba dijo algo muy parecido utilizando un lenguaje esóterico, apoyándose en infinidad de teorías y estudios. Escuchando su galimatías recordé la síntesis mágica que consiguió mi amigo aquella tarde, pero entonces no le tuvimos paciencia. Le pasó lo que a muchos compositores, a muchos letristas, como peyorativamente se les denomina: resolvió de un plumazo, como en una canción de tres minutos y medio, lo que no han podido dilucidar en simposios y paneles por todo el mundo.
Cuando lo condenamos al ostracismo, nuestra propia discusión cayó en un agujero negro. Entonces ocurrió un milagro; nuestro amigo el inteligente dijo:
–El fenómeno urbano es plural.
No dijo nada más, pero todos, sin saber muy bien por qué y siguiendo rigurosamente el turno, decidimos convertir aquello en un juego:
–Es polivalente –empecé.
–Proteico.
–Panóptico.
–Plurisignificante.
–Pancultural.
–Pasmoso –dijo alguien muy recursivo.
–Pandemónico, persistente, pantagruélico, perpetuo, planimétrico, pantomímico, parabólico, ponderable, perverso, paracrónico, provocante, períclito, paradigmático, paralizante, pirotécnico, prospectivo, prosopográfico, parcelable, permutante, piramidal, proyectivo, pujante, perimetral, permisivo, portentoso, preocupante, propincuo.
–Pendejos –intenté detenerlos yo, pero siguieron.
–Prosaico, protuberante, pululante, propagante, preponderante, preocupante, predial, polarizante, presente, principal, prioritario, problemático, procomún, perspectivo, pervertido, productivo, profundo, profuso, perdurable, progresista, proliferante, prolífico, promiscuo, poblacional, polisintético, panorámico.
–Palpitante –volvió el recursivo.
–Postcolonial.
–Postnacional.
–Postmoderno.
–Póstumo –interrumpí yo con un grito.
Lo siguiente fue una explosión de euforia y las felicitaciones mutuas por el amplísimo vocabulario de los cinco. Por alguna razón que no me explico, mis contertulios consideraron que el tema estaba agotado y pasaron al trascendental asunto de si la imagen de una de nuestras más populares cervezas debe ser Natalia París o Ana Sofia Henao.
Abrumado por la charla con mis amigos, consciente de que las artes en la ciudad son un fenómeno palimpséstico, pluripotencial, prevalente y putamente difícil, volví al día siguiente donde Orlando en busca de ayuda.
–Esto me acaba de llegar. Por lo que leí en la contracarátula, tal vez te ayude –me entregó un volumen y me despachó para la casa.
El libro se llama Alta fidelidad, y es del inglés Nick Hornby. Rob Fleming, su protagonista, es propietario de una tienda de discos en un barrio de Londres. Su convivencia con Laura ha terminado y su depresión toma la forma de un monólogo en el que cuenta cuáles fueron las cinco rupturas amorosas más memorables de su vida, entre las que no está, por supuesto, el abandono de Laura. Esas cuarenta páginas iniciales nos permiten entrever su vida cotidiana, lo poco estimulante que resulta su trabajo, sus amplios conocimientos de la música pop y la manía de catalogar todo en la vida a través de listados: los cinco trabajos de mis sueños, los cinco mejores temas de un single, las cinco canciones más apropiadas para un velorio, las cinco situaciones más incómodas en la que ha estado, etcétera.
Tras esta introducción, relata cómo afronta su nueva vida, convirtiéndola en la búsqueda de una explicación para su fracaso sentimental y en un repaso crítico de lo que son sus actitudes y vivencias. La música popular está presente todo el tiempo, sirve de explicación, comentario y justificación para todas las situaciones: "En una colección de discos hay todo un mundo, un mundo más simpático, más guarro, más apacible, más lleno de color, más sórdido, más peligroso, más adorable que el mundo en el que vivo; en él hay historia, geografía, poesía" . Combinando lo popular y lo culto, Hornby sumerge al lector en un entretenido mar de referencias que resultan más cercanas para los aficionados al pop inglés y estadounidense, al cine y la actualidad de la década de los noventa.
Volví donde Orlando y le agradecí su recomendación. Cuando le comenté como era, me pidió que le devolviera la novela. Le aclaré que me la había regalado y que además Rob Fleming desaprobaría que la leyeran los admiradores de Tina Turner, Billy Joel, Pink Floyd y The Eagles, entre otros.
–El que tiene esos gustos eres tú, no yo. A mí la que me gusta es Only You –y comenzó a tararear el antiguo éxito de The Platters con la expresión reconcentrada y feliz de un niño.
Convencido de que no era Orlando quien me sacaría del apuro, decidí explorar mi biblioteca. Hallé una cita de Julio Ramón Ribeyro pero era demasiado larga y elusiva; Rilke resultó todavía más críptico; sé que en estos casos se consultan los textos de los expresidentes López y Betancur, pero no los tengo. Por fortuna recordé un fragmento de Truman Capote que ya use en otra ocasión y que me permite acercarme al final de esta intervención con cierta dignidad. Se refiere a la Nueva York de la postguerra y proviene de Color Local; ustedes juzgarán si es permutable, pertinente y provechoso , o simplemente puntual, peregrino y parcial. Dice así:
"Es un mito; la ciudad, los cuartos y las ventanas, las calles que escupen vapor; un mito diferente para todos y para cada uno, una cabeza de ídolo con ojos de semáforo, que va haciendo guiños de un verde tierno o de un rojo cínico. A esta isla –flota en el agua dulce como un témpano diamantino– llámala New York, o dale el nombre que quieras; éste apenas si importa porque quien entra en ella desde la realidad mayor que es cualquier otra parte va sólo en pos de una ciudad, un lugar donde esconderse, donde perderse o encontrarse a sí mismo, donde construir un sueño en el que pruebas que tal vez, después de todo, no eres un patito feo, sino un ser maravilloso y digno de amor, como lo pensaste cuando te sentabas en el porche frente al cual pasaban los Fords; como lo pensaste cuando planeabas tu búsqueda de una ciudad"
Capote habla de deseos y esperanza, de frustraciones y derrotas, de afecto y soledades. Refiriéndose a la ciudad que lo adoptó y también lo mató, Orlando Sierra escribió: “Por sus calles / el mismo mundo que gira en todas partes, / porque en todas partes / los hombre son solo un ovillo de aspiraciones y un no alcanzar el ave de los sueños / que es la dicha, la felicidad” . Uno de los narradores españoles del momento, Gustavo Martín Garzo, comienza uno de sus textos con estas palabras: “Creo que la canción, o al menos el mundo de las canciones que me suelen gustar, tiene que ver con uno de los anhelos básicos del hombre, el anhelo de la felicidad. A la hora de elegir una de ellas me decido en consecuencia por una canción de mi infancia, que es sin duda la época en que este anhelo resulta más impulsivo e irrenunciable” . El protagonista de D, ejercicio narrativo, del escritor venezolano José Balza, dice: “En la canción registraba yo, no sólo una memoria que me había precedido: las melodías que el tiempo prolongaba, que seguían escuchándose siempre y que yo había terminado por llenar con algunos recuerdos inventados o posibles, sino también cierta esencia, algo como un espacio mágico que la canción abre y no determina (...) El pequeño espacio de la canción popular crea una coincidencia (“un test colectivo, una pendejada sonora”, definiría Hebu) para la mas humilde señal del dolor, del sueño y lo transitorio, con la sensibilidad. Una canción renueva el tiempo, actualiza intensidades que habíamos forjado” . Confieso que hace tiempo ensayé el dudoso ejercicio de rastrear las actitudes y valores de las últimas generaciones a través de las letras de ciertas canciones que me parecieron significativas –Nací en el 53 de Víctor Manuel, Del 63 de Fito Paez y Mi generación de Andrés Cepeda–, partiendo de postulados similares.
Si la ciudad es hoy el ámbito de lo humano, y la condición humana es el tema eterno e insoslayable del escritor, abordarlo es mucho más fácil cuando lo podemos acompañar con una buena banda sonora, una en la que se alternen las nostalgias y las alegrías, en la que una determinada canción mal cantada y peor bailada por alguien como yo, nos ponga eufóricos o nos recuerde a un viejo amigo que nos acompaña desde el silencio.
viernes, 18 de abril de 2008
Filosofía del fútbol
miércoles, 16 de abril de 2008
Tres rápidos del maestro
La mano
A los pocos días de entrar en la fábrica, cuando pasaba para ir al baño, oyó que algunas compañeras murmuraban y del murmullo le quedó el desprecio:
–La leprosa.
Por su mano enguantada, la que durante años anteriores al guante supo esconder en la espalda o en la falda o en la nuca de algún compañero de baile.
No era lepra, no había caído ningún dedo y la intermitente picazón desaparecía pronto con el ungüento recetado. Pero era su mano enferma, a veces roja, otras con escamas blancas, era su mano y ya era costumbre quererla y mimarla como a un hijo débil, desvalido, que exigía un exceso de cariño.
Dermatitis, había dicho el médico del Seguro. Era un hombre tranquilo, con anteojos de vidrios muy gruesos. "Le dirán muchas palabras y le recetarán nombres raros. Pero nadie sabe nada de eso para curarla. Para mí, no es contagioso. Y hasta diría que es psíquico".
Y ella pensó que el viejo tenía razón porque, sin ser enana, su altura no correspondía a su edad; y su cara no llegaba a la fealdad, se detenía en lo vulgar, chata, redonda, ojos tan pequeños que su color desteñido no lograba mostrarse.
Así que para el baile de fin de año que ofreció el dueño de la fábrica para que los asalariados olvidaran por un tiempo sus salarios, consiguió comprarse un par de guantes que escondían las manos y trepaban hasta los codos.
Pero por miedo o desinterés nadie se acercó a invitarla a bailar y pasó la noche sentada y mirando.Al amanecer, ya en su casa, tiró los largos guantes a un rincón y se desnudó, se lavó una y otra vez la mano enferma y en la cama, antes de apagar la luz, la estuvo sonriendo y besando. Y es posible que dijera en voz baja las ternuras y los apodos cariñosos que estuvo pensando.
Se acomodó para el sueño y la mano, obediente y agradecida, fue resbalando por el vientre, acarició el vello y luego avanzó dos dedos para ahuyentar la desgracia y acompañar y provocar la dicha que le estaban dando.
Los había conocido y extrañado de su madre. Besaba en las dos mejillas o en la mano a toda mujer indiferente que le presentaran, había respetado el rito prostibulario que prohibía unir las bocas; novias, mujeres le habían besado con lenguas en la garganta y se habían detenido sabias y escrupulosas para besarle el miembro. Saliva, calor y deslices, como debe ser.
Después la sorpresiva entrada de la mujer, desconocida, atravesando la herradura de dolientes, esposa e hijos, amigos llorones suspirantes.
Se acercó, impávida, la muy puta, la muy atrevida, para besarle la frialdad de la frente, por encima del borde del ataúd, dejando entre la horizontalidad de las tres arrugas, una pequeña mancha carmín.
La lluvia había dejado las Ramblas casi vacías y sólo quedaba gente agrupada en el café encristalado donde, desde meses atrás, no la dejaban entrar.
La Sonia, de pie en el portal de la casa vacía, vio que la lluvia pasaba fatigada, amansa llovizna, la vio cesar mientras crecía el frío del viento, y pensó que aquello era un signo de buena suerte. Un poco más lejos, del otro lado del ancho paseo, las luces de la ciudad comenzaban a encenderse. Empezaba la noche y respirando el aroma tristón de su abrigo mojado, la Sonia pensó que también empezaba la esperanza. Sonrió, sin creer de verdad, como una niña a la que le recitaban un cuento ya oído e inverosímil.
Volvió a tantear la rizada peluca rubia y con gran cuidado- tenía las uñas muy largas- fue estirando las medias caladas que sostenía el portaligas.
Volvió a sentir hambre y recordó que tenía un sándwich de jamón en el bolso. Pero no podía estropear el dibujo de boca que se había hecho con el rouge y con tanto cuidado. También recordó que hasta fin de mes estaba en orden con la policía y se obligó a caminar, acercándose al borde de las aceras para sonreír a los coches, mover las caderas y detenerse fingiendo buscar algo en la enorme cartera. Pero nada, nadie, y sin dinero para probar suerte en los bares donde todavía le dejaban entrar.
Era la noche y después fue la madrugada en el barrio sucio de la gran ciudad. Y Sonia, ya sin hambre, casi sin esperanzas continuaba caminando sobre el dolor de los tacones de aguja.
Se repitieron los diálogos breves con los hombres que pasaban.
– Vamos. ¿Vienes?– Que te den por saco.– Eso quiero. También yo te puedo dar si quieres enterarte.
Hombres y hombres y su asco por ellos. La luz limpia amenazaba llegar desde el puerto y las otras se iban apagando. Subió las escaleras pisando con las caras medias de seda. Abrió la puerta manchada
– ¿Cómo te fue?– Como la mierda, nena. Estoy hambriento. Creo que teníamos una lata de sardinas y quedó pan del desayuno.
El chico, moreno y flaco se levantó de la cama y se puso a revolver el armario; dijo con voz de mimo y queja:
– Todavía no me besaste.– Ahora.
Frente al espejo la Sonia se quitó la peluca y se acarició las mejillas.
–Otra vez barbuda.
Después se desnudó y estuvo mirando los pechos hinchados con parafina y el sexo que le colgaría tembloroso e inútil hasta después de las sardinas.
martes, 15 de abril de 2008
No me gusta el fútbol
Pensé, en un principio, en escribir los típicos chistes que hago cuando en grupos de amigos les argumento por qué no me gusta el fútbol: digo cosas como que no sé diferenciar entre un marcador de punta y un bolígrafo Parker, que no me gustan los espectáculos de piernas peludas, que no entiendo por qué no le dan un balón a cada uno para que no tengan que pelearse y otras tonterías de esas.
Pero el creciente número de amigos que por estos días no tienen otro tema, me ha hecho meditar mejor este asunto. Debo decir con tristeza que soy uno de esos hombres que llevan sobre sí el estigma de no gustarle el deporte del que más se sabe en el mundo.
Pero he de reconocer, también, que no es su culpa, que tal vez soy yo. Así que esta es la historia de mi tragedia: Los domingos no hay que ver en televisión y mis amigos están en el estadio gritando obscenidades al árbitro mientras yo trato de encontrar en un libro la respuesta a mis problemas.
Cuando salgo con ellos, el tema llega siempre, e irremediablemente, a la cuestión de la esférica y en ese momento siento que están hablando en tailandés.
Todos son términos desconocidos. El otro día los escuché hablar muy seriamente y como si fuera un gran secreto del 4-4-2 de cierto equipo. Pensé que era una especie agüero y lo jugué en el chance. No dio resultado (cayó con el Chontico y no con Cruz Roja).
Además por más que digan que el fútbol sólo tiene 17 normas básicas, nunca puedo con la número once, también conocida como fuera de lugar. Hasta donde yo sé todas las reglas tienen una excepción y esta tiene cuatro. No, así no se puede. Me explican 100 millones de veces y no puedo llevar a la práctica toda esa sarta de palabras, lo que me hace exasperarme. Además ellos se enojan después de explicarme 100 millones de veces, no entienden que no pueda con una cosa tan "básica"… básica una amiga que me decía que tanta claridad confunde.
Y qué es eso de stopper… ¿un bombillo de un carro? Y ni traten de explicarme lo del gol que vale doble de visitante, pero sólo en unos casos.
Cuando miro el periódico veo tres tablas distintas. Pregunto por qué el Nacional está de primero en una y de once en la otra, que cómo es eso y, claro, me miran como a bicho raro. Ya ni se toman el trabajo de contestar.
No me gusta el fútbol porque de niño mi papá no me dejaba salir a jugar. Porque una vez me regalaron un disfraz de René Higuita y me metí a un equipo y resultó que el uniforme no bastaba para tapar y me metieron cinco goles (en los primeros y únicos cinco minutos que he jugado para un equipo en mi vida), porque todos me gritaban Higuita en la calle y se burlaban de mí, porque me da miedo del balón, porque no puedo aprenderme los nombres de los jugadores de memoria y no sé ni mi interesa si Pelé fue mejor que Maradona, porque NO me gusta el fútbol.
No es una postura, es una tragedia, como ser musulmán en Estados Unidos, o antiuribista en Colombia. Quiero que me guste (no Uribe, el fútbol), pero ya no sé qué hacer.
jueves, 10 de abril de 2008
Orlando Mejía: el enfermo de Abisinia
El día que Orlando nos propuso que presentáramos su libro, Pablo Rolando me dijo más tarde que iba a releer toda la obra de Rimbaud para ponerse en mejor contexto. Como sólo he leído las Iluminaciones y Una temporada en el infierno, creí prudente guardar silencio y le dije que por mi parte haría lo mismo.
Aunque la palabra relectura no se aplicaba a mí, decidí que no podía quedarme atrás, así que busqué un tomo enorme que hay en la biblioteca del INEM con las obras completas de Rimbaud que incluye, además, unos cuentos que escribió cuando tenía seis u ocho años.
Pero pronto me cansé, mi fuerza de voluntad no es la de Pablo y mejor me dediqué a El enfermo de Abisinia. Aunque he de confesar que no fue nada de lo que esperaba: no estaba lleno de datos eruditos, los personajes no eran ni buenos ni malos y el estilo… el estilo era, como decirlo… diferente, totalmente diferente. Mierda, pensé. Pero si este no es Orlando.
El traductor
Acercarme a El enfermo de Abisinia me deja la sensación de estar leyendo una traducción. Es más, es un libro que uno preferiría leer en el idioma original.
Y no es que se trate de una mala versión, sino de que está tan bien que uno no deja de preguntarse si el original será mejor o si hay matices que uno entendería del todo leyendo en el idioma original. El enfermo me recuerda las traducciones de Rimbaud que hace Arturo Gómez, tal vez las mejores, de estos parajes. Y son precisamente esas, las de Gómez, las que hacen que uno quiera saber francés y sumergirse en las palabras del autor sin más intermediarios que las propias torpezas filológicas.
Me parece una traducción por el tono, por el tufo, por el afrancesamiento, por esa lejanía que tiene el libro con nosotros los colombianos en sus formas y sus asuntos. Tan diferente de Orlando Mejía que me cuesta trabajo pensarlo escrito por él.
Puede ser que como ocurrió con Homero, según nos relata Bernard Shaw, este libro no lo escribió Orlando Mejía, sino un hombre también llamado Orlando Mejía y de ahí la confusión, de ahí que esté atribuyéndole estas palabras que no reconozco como suyas.
Pero lo cierto es que toda auténtica literatura deja de pertenecerle a su autor (y retorno a Borges). Deja de tener un idioma y una patria y puede entenderse como su patente de corso el hecho de que se convierta en hija de todos los hombres, en ciudadana del mundo. Es un poco lo que siento con este libro, que se rehúsa, se niega a su origen y se proclama. Es quizás esto lo que vieron los editores cuando decidieron publicarla en España y luego ponerla en circulación en América Latina.
La cuarta es la vencida
Esta es la cuarta novela que conozco de Mejía. Y de todas es la más ligera, la menos erudita, la más sencilla, pero no por eso carece de cuerpo, de datos, de complejidad. Es que en El enfermo todas esas cosas hacen parte de la relojería que no ve el lector. El médico Mejía, el investigador Mejía hicieron la tarea, escrutaron la vida de Rimbaud hasta la saciedad, literalmente, hasta el tuétano. Lo bueno es que Orlando descubrió que al lector no le importa, que no queremos saber todos los datos que el autor tiene en la cabeza, lo que queremos es que el autor los sepa para que construya un personaje creíble, fuerte, cercano.
Se podría decir que en este libro Orlando ha logrado ese difícil arte de ocultar con perfección los hilos y los artificios que el escritor usa. Además alcanza un tono muy diferente al de los personajes de sus otras novelas. Lepelletier es un ser completo y complejo desde que escribe la primera palabra. El lector se cansa pronto de él como de la vecina chismosa, pero no puede dejar de escuchar sus cuentos, sus particulares versiones, su insufrible amaneramiento y su amor oculto por un poeta que no se fija en él.
Los personajes
El propio Rimbaud, tan adulto, tan flemático, tan místico, nos parece al principio muy distante del poeta niño que todos tenemos en la cabeza como estereotipo de rebeldía, belleza y lirismo, pero se hace más creíble y más humano a través del libro, cuando entendemos el contexto en el que vive, el desierto que lo rodea, la cultura que lo pregna y la religión que lo atrapa; no como a un fanático sino como a un científico que se entrega a su objeto de estudio.
Personalmente, me encanta el libro porque el personaje podría no ser Rimbaud, podría ser cualquier otro, un poeta francés desconocido de verdad, uno que obedeciera al destino de olvido impuesto por Lepelletier, y el libro tendría la misma gracia, el mismo encanto.
Es más, casi preferiría que no fuera Rimbaud. Al principio fue más difícil apreciar el libro precisamente porque tenía la cabeza llena de imágenes, de fantasmas, de elucubraciones acerca de cómo debía ser la vida del poeta en África y creo que en el fondo me negaba a que alguien más me la contara, me dijera cómo debió ser. Y además que tuviera el descaro de hacerlo en una novela.
Hace tal vez cuatro años presente, acompañado de Gloria Luz Ángel, otro libro de Orlando: Extraños escenarios de la noche. Un libro fantástico por lo demás, inscrito en ese difícil género naciente que es la literatura de no ficción.
Sin embargo, y vuelvo a insistir sobre esto, es un Orlando muy diferente el que leo ahora, es más, para los que lo conocemos de hace años es también muy diferente el que vemos ahora.
Y no es que no fuera un escritor maduro en esos días de Extraños escenarios, por el contrario. Lo que sucede es que ahora tiene más oficio, más técnica si se quiere, parece menos preocupado cuando escribe. Lo cual no debe leerse de esa manera, una cosa es que parezca que uno está menos preocupado y otra es que no lo esté. Cómo ya dije al lector no le importan las horas de insomnio del proceso creativo, por eso si se ven el asunto empieza a ir mal.
Para la muestra un botón: tanto en esta novela como en La Casa Rosada, la primera novela publicada por Orlando, aparecen personajes médicos. Yo diría que ambos son eruditos, sabios en sus profesiones. Pero mientras que el de La casa se regodeaba mostrando todos sus conocimientos, el médico de Rimbaud, se asusta de su saber, entiende que además no le ha servido cuando lo ha necesitado, son personajes cercanos al autor, pero el segundo está construido con mucha más independencia que el primero.
Oriente – Occidente
Podría alegarse que el médico de La Casa Rosada es un médico de occidente en el futuro, mientras que el otro, es uno de oriente en el pasado. Sin embargo no es allí donde radica la diferencia, es que Mejía Rivera ha perdido inocencia, ha ganado en juego, en astucias con el lector.
Sin embargo esa dicotomía oriente-occidente sí aparece en este libro, pero no de esa forma tan manida, tan llena de lugares comunes, que a veces nos depara la literatura.
La riqueza del viaje es un pretexto perfecto. Rimbaud sufre una transformación, África, lo cambia, pero no a través de grandes descubrimientos místicos, no con un ángel que se le anuncia, que le dice lo que debe hacer, sino a través de los sufrimientos, de los engaños de los hombres, que son tramposos y malvados aquí o allá. El poeta se redescubre en su soledad, en las noches eternas y desérticas. Comienza un viaje solo y lo termina solo, su transformación tiene que ver con la contemplación, la pasividad, la renuncia, en contraposición con su vida anterior de impulsividad, movimiento y desenfreno.
Rimbaud se entrega al sufismo, parece entender por qué debe dejar de escribir a partir de las palabras del sufi Mustafa - Alawi: "la realización de la Unicidad Divina, o el objetivo último del sufismo, no es lo que está escrito en las hojas de papel o lo que pronuncian los charlatanes. El tawhid son las huellas que dejan en los amantes y lo que brilla de su luz en los horizontes" … “no es algo que se pueda expresar con palabras, sino una certidumbre absoluta”
La teoría
El libro juega con una teoría, una causa diferente de la muerte de Rimbaud. Orlando cree probable a partir de sus estudios semiológicos que esta teoría literaria puede ser confirmada a través de la exhumación de los huesos del poeta.
Aunque esto no sea cierto, la teoría tiene fuerza literaria. Es creíble dentro de la historia y presagia, a la manera de los relatos fatídicos, cierta fuerza del destino sobre el hombre. El poeta maldito está condenado al oprobio de morir como un sifilítico. Aquellos que pueden cambiar la versión están condenados a morir antes de poder enmendar el daño o a tomar decisiones demasiado tarde.
Hay una mueca del destino, un hado funesto que surca todo el libro, solo al final nos damos cuenta de que el azar que parece regir todo, es una de las múltiples máscaras del destino. Asistiremos a un último acto conocido, una representación en la que los actores ignoran su papel, pero lo siguen al pie de la letra.
Incluso cuando se detienen y se enfrentan a su destino están recitando. Rimbaud parece intuirlo mientras estudia los textos sagrados. Pero al regresar a su patria, regresa su antigua condición. De morir en Abisinia sería un santo, hubiera soportado estoicamente, pero el regreso trajo consigo también la rebeldía, el miedo, el dolor que no puede soportarse.
El enfermo de Abisinia es también a su vez una dolorosa confirmación de este presagio, del sino del desprestigio que no podrá recuperarse, porque al fin esta es tan solo una ficción. Y si por casualidad encierra la verdad, contada así, será como una broma macabra.
Orgullo regional
No podría finalizar sin hablar un poco de ese orgullo regional que tendemos a sentir tan rápidamente porque le va bien a nuestros escritores. La verdad es que no estoy muy seguro del porqué de tanta alharaca. Puedo entender que un pueblo sea cafetero, ganadero, minero… pero literario, no creo.
Que a Orlando le vaya bien no va a hacer que en este pueblo haya más buenos escritores, a lo sumo más envidiosos. Pero este es un camino solitario. Nadie enseña a escribir, como sí a cosechar o a criar ganado.
Es muy poco probable que lleguen a Manizales las hordas de editores españoles buscando más talentos como Orlando. Y aunque llegaran, estoy seguro de que se irían decepcionados. No hay aquí, ni en ninguna parte, minas de literatos.
Este es un trabajo solitario, sin hinchas. Bien por Orlando, pero este es el comienzo. Pero publicar un libro es como perder algo que ha sido de uno y de pronto todo el mundo se pone. A mí me deja cierta sensación de soledad y vacio. Y hay que volver a comenzar, porque en este oficio, siempre estamos comenzando.
miércoles, 9 de abril de 2008
Alta calidad: sin comentarios
Para el Consejo Nacional de Acreditación (CNA), reunido en el mes de agosto, la Universidad de Caldas “ha logrado niveles de calidad suficientes para que, de acuerdo con las normas que rigen la materia, sea reconocido públicamente este hecho a través de un acto formal de acreditación institucional.” http://www.ucaldas.edu.co/index.php?option=com_content&task=view&id=505&Itemid=487&date=2008-06-01
En uno de los actos de presentación del informe que la institución expendió para obtener el dudoso honor, estaban todos los directivos: rector, vicerrectores y demás. Al fondo, en la pared, en la parte alta, una gran diapositiva de Power Point, proyectada con Video Beam, en la que, encima de la fotografía espantosa de una sinuosa carretera, aparecía el siguiente epígrafe:
Joan Manuel Serrat.
A pesar de que prometí no comentar, no me aguanto: como decía el maestro Echandía,"y después dicen que el hijueputa es uno".