Hace unos días nos encontramos hablando con Octavio Escobar sobre el tema del fútbol y por ahí llegamos al baile, sobre el que había comentado alguno de nuestros lectores. Entonces recordó (Octavio)tener un texto sobre su incapacidad para el baile y ofrecimos publicarlo en favor de nuestra clientela. Cuando llegó el ensayito descubrimos que era bastante largo y que además el tema del baile no era el eje. Pero como además habla de nuestro común amigo Orlando Sierra y, finalmente, nosotros hacemos lo que nos da la gana. Entonces lleven:
SEGUNDA SERENATA EN MEMORIA DE ORLANDO SIERRA
"Música jamás oída, amada en antiguas fiestas"
Alejandra Pizarnik
Hace unos meses, pocos e hirientes para quienes somos sus amigos, fue asesinado Orlando Sierra Hernández por un hombre que desde la cárcel dice que se equivocó, que lo confundió con otro, para esconder a los autores intelectuales del crimen y sus razones, mezquinas y muy propias de este país. Quiero recordar hoy su silueta nerviosa, el rostro afilado del que una gafas redondas, siempre a media nariz, eran el complemento perfecto, su humor maravilloso, su memoria imposible, su dicción desatada, antes de pasar a un tema respecto al que él y yo conversábamos con frecuencia.
Cuando en 1985 Orlando Sierra publicó su segundo libro, El sol bronceado, su futuro poético parecía asegurado: apenas veinticinco años, un puñado de premios regionales significativos, la admiración de quienes compartimos las aulas de la Universidad de Caldas con él y una muestra de sus textos en Poetas en abril, la antología de la revitalizada poesía colombiana. Fue entonces cuando la necesidad y sus otras pasiones se confabularon para convertirlo en escritor de muy pocos libros: salvo un volumen colectivo en el que demostró sus virtudes como analista político, sólo uno más, Celebración de la nube, publicado y editado por la Casa de Poesía “Fernando Mejía Mejía” en 1992.
Uno de sus poemas más conocidos, Poética, dice: “Superar la tentación / del verso fácil / y el lugar común, / más también / (de ser posible) / evitar incluso el poema / que al fin de cuentas / la palabra es / (obviamente) / tan solo lo que sobra / del silencio” , pero a Orlando Sierra lo tentaba el rigor, no el silencio. Lector incansable, leía con la inocencia de un niño pero también con la perspicacia de un conocedor. “¿Sabes cómo presenta las personajes John Dos Passos?”, me preguntó una vez, para explicármelo luego con pelos y señales. “¿Cómo termina uno una novela que no se puede terminar?” me retó en otra oportunidad, para explicarme como lo hizo André Malraux. En cada libro hallaba los momentos, los giros que convierten al escribidor en escritor. Una vez, ante los grabados de la suite Vollard de Pablo Picasso, elaboró una teoría respectó a la manera en la que el que pintor español llegó a las deformaciones que le son características. No sé si acertaba o no, pero desde el punto de vista literario su apreciación era exacta. Y poco a poco, con una lentitud que las convirtió en póstumas, escribió sus novelas.
Recuerdo mal los títulos. Orlando las contaba una y otra vez –culebrero, taumaturgo o payaso, según conviniera a su relato–, relacionando los cambios, las mejoras que les hacía, y ese ejercicio de narración oral que al cabo de los meses depositaba en mis manos el original argollado, era su laboratorio de escritura, un espacio en el que generosamente aceptaba y rechazaba objeciones y consejos, incluso los que mi intolerancia trazaba con un lápiz rojo. Las novelas, entonces, se convertían en “la de Juanchaco”, en “la de las corbatas rojas”, en “la de Mosquera”, en “la de Saint-Nazaire”, producto de una beca que le concedió esta población francesa. Conservo dos títulos con exactitud: Para justificar a William Blake, una narración con muchísimos rasgos autobiográficos que los años fueron adelgazando y a la que mis compañeros de jurado no dudaron en conceder, para su culminación, una beca en una de las convocatorias regionales del Ministerio de Cultura, y Copia del muro de Berlín, que no pude leer porque incumplí la cita para recogerla. Ingeniosas, de fácil lectura, llenas de ese humor que hirió tanto a esos pocos que determinan lo que sólo Dios, en quien no creo, debería determinar, esas novelas competían en la mente de Orlando con sus poemas, también meditados una y otra vez, sopesados con el rigor que sólo entienden y practican los artistas verdaderos. En los archivos de su computador reposan, inéditos, muchos de ellos, los más, nostalgias de las muchachas a las que amó, certezas de la que amaba, declaraciones de amor al amor.
En unas semanas, desconozco la fecha exacta, una edición bilingüe de La estación de los sueños, una de sus novelas cortas, aparecerá en Francia. Supongo que unos pocos ejemplares llegarán a Colombia. Entonces reiniciaremos una larga, una de esas interminables conversaciones de escritores, a pesar de todo y de todos.
Otra de nuestras conversaciones surgió en su casa periodística, el diario La Patria, de Manizales. Una día de 1997, mientras hablábamos tal vez de fútbol, entró un fax que comunicaba un reconocimiento literario para mí. A Orlando lo sorprendió el título de mi libro, De música ligera. Cuando le expliqué que era una canción del grupo argentino Soda Stereo agachó la cabeza y me miró por encima de las gafas: “¿Y qué tenés que ver vos con un grupo de rock argentino?”.
Creo que llegó el momento de reconocer lo que Orlando sabía: que mi interés en la música obedece a mi incapacidad para la música.
La historia es simple: en la niñez y la adolescencia intenté varias veces convertirme en intérprete de un instrumento musical, todas sin fortuna. Tres, quizá cuatro profesores, empeñaron sus esfuerzos en acercarme al mundo de la guitarra pero yo nunca pasé del ejercicio mecánico de puntear algunas canciones de moda y la infaltable Nunca en domingo. Era rápido con los dedos, tenía por lo menos tanta disciplina como mis compañeros de curso y buena memoria, pero apenas desaparecían los números que servían de base para nuestras visitas guiadas por las cuerdas, era incapaz de conseguir lo que siempre quise: que alguien mencionara una canción y yo fuera capaz de acompañar su canto o de interpretarla sin necesidad de guías.
Y mi frustración tiene otra faceta más vergonzosa y pública: soy un pésimo bailarín o, para ser más sincero, no bailo. Con los años aprendí a realizar un movimiento cansado, sin dinámica, que mi pareja acepta como baile aunque no es más que el peor remedo; mis pies van y vuelven de ninguna parte sea cual sea el ritmo que esté sonando. Tal vez por eso a la segunda edición de De música ligera, el libro que con toda seguridad me tiene hoy ante ustedes, le quite uno de los dos epígrafes que tenía, un poema que se titula Música para dos:
Con sus dedos eternos
la música teje
un manto,
un cobertor,
un refugio para los imperfectos
bailarines que, como tú
y yo, sobre la pista,
más que bailar,
rítmicamente,
se abrazan.
Inequívocamente consideré que la experiencia que plasma Javier Pascual Aguilar en un boletín que el Ayuntamiento de Madrid dedicó a las promesas líricas de los noventa –hoy su nombre no lo registran los buscadores de internet–, está más allá de mis alcances. Hace unos meses me consolé leyendo unos apartes del ensayo titulado El odio a la música , en que el escritor francés Pascal Quignard narra el uso que los nazis hacían de la música en los campos de concentración: “La música viola el cuerpo humano. Hace poner de pie. Los ritmos musicales fascinan los ritmos corporales. Cuando se encuentra con la música, la oreja no puede taparse. La música, al ser un poder, se asocia de hecho a todo poder. Su esencia es la desigualdad”, y apoya sus opiniones, entre otras muchas citas, en lo que escribió Primo Levi sobre los presos de los campos de concentración: “Sus almas están muertas y es la música la que las empuja, otorgándoles voluntad, como el viento lo hace con las hojas secas”, en una anotación de Tolstoi: “Allí donde se quiera tener esclavos, es necesaria la mayor cantidad de música posible”, y en el historiador griego Tucídides: “La música no está destinada para inspirar a los hombres en el trance, sino para permitirles marchar y permanecer en estrecho orden”.
El texto de Quignard, verdaderamente impresionante, parece conferir una cierta grandeza, un hálito de rebeldía a la incapacidad de mis manos y mis pies, y apoya con argumentos muy sólidos mi coartada preferida a la hora del baile, el título de una novela de Norman Mailer, Los hombres duros no bailan, pero estaría dispuesto a desechar tan sapientísimas consideraciones por el obsequio súbito, sin aprendizaje alguno, del sentido del ritmo de una Celia Cruz o un Tito Puentes.
Pero volvamos a la época en la que reconocía con mayor facilidad que me gusta ser el alma de la fiesta. ¿Qué posibilidad me quedaba? Cantar. Tengo una voz promedio que funcionaba mejor antes de que las hormonas la engrosaran. Uno de mis profesores de la primaria me inmiscuyó en un coro que atiborraba el precario escenario del teatro del colegio, con lo que conseguía que tres o cuatro de sus miembros terminaran por el piso a causa del calor y la hipoglicemia. A don Uriel, era su nombre y tenía un segundo apellido compuesto que siempre nos hizo creer que su chifladura lo llevaba a tener tres apellidos, le encantaba Nino Bravo. Para la conmemoración de una fiesta religiosa nos hizo ensayar, entre otras canciones, Un beso y una flor, una de las composiciones de Armenteros y Herreros que hizo famosa el cantante valenciano. La víspera, cuando ya todos teníamos planchado el pantalón de paño y embetunados los zapatos, el padre rector –estudiábamos en un colegio arquidiocesano–, le sugirió a don Uriel que cambiara aquello del “beso”, que resultaba un tanto salido de tono, pese a las liberalidades del Concilio Vaticano II. El resultado fue que unos minutos antes de la misa los de la primera fila pasaron la voz de que en lugar de cantar: “Al partir, un beso y una flor”, entonaríamos: “Al partir, una rosa y una flor”, verso redundante y ridículo.
La ceremonia comenzó y una a una nuestras interpretaciones se sucedieron. Después de retirar a los dos desmayados de siempre, don Uriel se aprestó a dirigir y a cantar “Una rosa y una flor” porque él, quien lo dudaba, era capaz de subir como Nino Bravo. Y lo hizo, pero a algunos sectores del coro la modificación de la letra no les llegó o les llegó distorsionada; su poderosa voz fue opacada por una confusión de sonidos en la que era indiscernible cualquier palabra. El caos reinó, las gargantas vacilaron, se perdieron los tiempos, y dos minutos y medio después finalizamos nuestra interpretación de “Una rosa y una flor” con más pena que gloria.
Creo que esta experiencia infantil determinó mi sensibilidad para las letras de las canciones. Si, por razones pías, un cambio de dos sílabas provocó un fracaso tan estruendoso, había que respetar lo que los autores escribían y, por sobre todas las cosas, escucharlo y, años y libros después, invocarlo en la literatura. Como siempre, uno descubre el agua tibia; hace tiempo mucho escritores como Manuel Puig, Guillermo Cabrera Infante, Andrés Caicedo, Humberto Valverde o Luis Rafael Sánchez utilizaron la música popular en sus novelas y cuentos. En este sentido hay dos narradores que deseo recordar por la importancia que tuvieron para mí: el mejicano Alberto Huerta, quien escribió un pequeño libro de cuentos, Ojalá estuvieras aquí, que rinde un claro homenaje a una célebre balada del grupo inglés Pink Floyd, uno de mis preferidos, que se titula precisamente Whish You Were Here, y el peruano Alfredo Bryce Echenique, que desde sus libros iniciales de cuento, Huerto Cerrado y La felicidad Ja, Ja, convertía trozos de canciones en parte de su raudal narrativo, lleno de ironía y humor.
Pero a pesar de todo esto, nunca conseguí darle una explicación plausible a Orlando Sierra respecto a mi relación con un grupo argentino de rock, y sospecho que su reclamo pedía una explicación general, una especie de estética o poética, si así lo prefieren, por algo en su libro El sol bronceado hay un homenaje a Louis Armstrong, “Saliva blanca de boca negra” según sus palabras, una Carta poema a Daniel Santos en la que le dice: “Lo efímero (...) / es lo que más nos anda cuerpo arriba del alma. / Lo efímero, en últimas, es algo que también queremos.” , y un poema titulado Voz de siempre, que se refiere a Gardel: “Aún no eres ausencia Carlos / y es por eso que te esperamos, te seguimos esperando, / muy a pesar de que por ahí se diga / que andas tomando mate con Contursi” .
Fatalmente su pregunta se convirtió en angustia cuando fui invitado a la Feria Internacional del Libro de Bogotá para hablar de la música, la literatura y la ciudad, temas que alguien consideró cercanos a mí. Las prisas del cierre de edición del periódico le impidieron colaborarme, así que me fui a caminar, una actividad que casi siempre consigue aclarar mis ideas. En siete cuadras afronté, además del sonido ambiente de carros y gente, altavoces y radionoticieros, una muy variada muestra musical: Gloria Estefan glorificando la tierra donde ya no vive, Enrique Iglesias imitando los lamentables requiebros de su padre, Celine Dion impulsando más allá de las pantallas al célebre barco hundido en el Atlántico Norte, Silvio Rodríguez insistiendo en que ojalá pase algo que lo borre de pronto y Phil Collins interpretando los colores verdaderos de una canción que yo me acostumbré a escuchar en la voz chillona de Cindy Lauper. Cuando pasaba frente a un sitio en el que los adolescentes abren las puertas de sus vehículos y bombardean a los transeúntes con sus gustos, me interesé, por motivos que no vienen al caso, en una muchacha de casi veinte años, ciento sesenta y siete centímetros de estatura, largo y sedoso cabello negro, camiseta ombliguera, bluyín sin pretina que le quedaba perfecto –yo no sé si ustedes han notado que a muy pocas mujeres les quedan perfectos los pantalones sin pretina– y una disposición innata para bailar, para moverse –yo no sé si ustedes han notado que algunas mujeres tienen una disposición innata para moverse–. Bailaba a Shakira: cintura y cadera interpretaban Ojos así con una sensualidad inconcebible.
Persuadido de la impertinencia de mi mirada, aceleré la marcha. En nuestro bar de siempre, para ayudarme a aclarar las ideas, la providencia puso al grupo de mis mejores amigos. Ya en posesión de una cerveza, comenté a mis acompañantes las dificultades que tenía para vincular Literatura, Música y Ciudad de una manera coherente, ajustada a mis pensamientos y digna de ser escuchada. En ese momento uno de ellos protestó por lo que nos imponían por medio de la rocola. Sus palabras fueron: "Otro vallenato, esto ya parece Bogotá".
La supuesta correspondencia entre la capital del país y una forma musical de clara estirpe costeña despertó mi escepticismo frente a las clasificaciones que determinan qué son y qué no son literatura y música urbanas. Estoy convencido de que el género policíaco, por ejemplo, es casi exclusivo de las ciudades, y creo que el rock rara vez nace entre las plastas de vaca y las florecitas silvestres, pero dudo que la forma más sensata de basar estas relaciones sea pensando en el creador, siempre miembro de una minoría, y no en el oyente o el lector, parte mayoritaria y por igual activa de ese círculo vicioso –vicioso por lo adictivo–, del fenómeno artístico. Expresé tal inquietud a mis contertulios y uno de ellos me aconsejó:
–Lo que tu ponencia debería preguntar, es si el hecho de que haya, por decir algo, treinta y cinco mil rockeros en Bogotá, que por x o y consiguen que los medios se solidaricen con sus propósitos y los difundan, hace que podamos identificar a Bogotá con el rock o con unas ciertas formas de rock, para ser más claros. Lo cierto es que en miles de buses, taxis y hogares los sonidos predominantes son los del aborrecible Diomedes Díaz, quien no sólo vence a la justicia, también la creciente fragmentación que convierte a Bogotá en muchas ciudades y en ninguna.
Como ven, mis amigos se animan con cualquier discusión y tienen argumentos para todo. El más inteligente de ellos decidió extremar aún más las cosas:
–A veces, cuando estoy frente al televisor, veo la propaganda de un refresco natural y dietético que pregona ser tan novedoso como lo fue en su momento el sonido de Liverpool y pienso si hace cuarenta años los habitantes del puerto inglés asumían el tal sonido de Liverpool, o si lo hacen hoy. Y hay otros sonidos, entiendo que cuando uno ve una camiseta estampada con el rostro de Kurt Cobain debe ubicarse en otro puerto, en Seattle. Yo le preguntaría a tus compañeros de mesa redonda si cuando Shakira pregona las mutilaciones sensoriales que le causa el amor, hay que pensar en Barranquilla.
La ubicuidad de Shakira me hizo recordar que estoy más del lado de la literatura que de la música, así que después de pasar un trago largo les rogué que nos centráramos. Uno de ellos, que alguna vez trabajó en una editorial, atacó de inmediato:
–Lo que yo quisiera es que me explicaran por qué algunos críticos, si vamos a aceptar que lo son, creen que sólo es posible una narrativa urbana en Colombia si sus autores viven en Chapinero y ventilan sus concepciones artísticas en las librerías y bares del sector, con lo que además de despreciar a la mayor parte del país, también privan de tales posibilidades al 99.9% de los capitalinos.
Yo me pregunté de inmediato si estábamos frente a una explosión de resentimiento y procuré alejar la discusión de esos linderos. El resultado fue una nueva intervención de mi amigo el inteligente:
–Lo que tú debes enfatizar es el dilema de qué ciudad es la ciudad. Pensemos, por ejemplo, en Medellín. Quién logra captarla realmente: ¿Mejía Vallejo? ¿Jorge Franco? ¿Héctor Abad? ¿Juan Diego Mejía? El caso de Cali es más curioso, dos libros casi contemporáneos, Qué viva la música y Bomba Camará, los dos interesados en el mundo juvenil, los dos coincidiendo en la salsa, y tan distintos, como si describieran ciudades diferentes.
–Es que Caicedo y Valverde crecieron en barrios muy distintos –anoté yo, intentando hallar una verdad, un punto firme en el cual apoyarme. Un rechazo unánime a visión tan determinista me obligó al más absoluto recogimiento.
–Ahora bien –continuó mi amigo el inteligente–, ¿cuál de esos libros es el que consigue mayor aceptación? Cuál le dice algo a las nuevas generaciones?
Tal explosión triunfalista por parte de un caicediano recalcitrante provocó de inmediato una réplica:
–¿Pero es que se puede aceptar que lo que sus habitantes oyen o leen constituye la identidad de una ciudad?
–Aquí nadie lee ni siquiera el periódico –anotó rápidamente el exeditor. Castigamos su impertinencia con un silencio sobrecogedor que nos permitió enterarnos de que la rocola estaba reproduciendo los desvelos creativos de una niña española que imita con sus miembros famélicos a los gorilas o a los orangutanes, no estábamos seguros del simio.
–Yo conozco un caso de concordancia casi mágica entre una ciudad y la música que oyen, o que oían, porque esto lo viví hace unos años.
El amigo que habló siempre descubre concordancias mágicas, todos creemos que su cuenta telefónica se alarga con llamadas a Walter Mercado o a Walter Riso.
–En La Dorada –prosiguió–, era facilísimo aprenderse las canciones de Helenita Vargas. Como es un puerto, un sitio de paso en el que los hombres no se quedan, las doradenses se acostumbraron a establecer relaciones sentimentales fugaces, con fecha de vencimiento tan claramente determinada como la de un yogur. Y Helenita Vargas cantaba algo así como: "Yo sólo quiero que me comprendieras y que al fin sintieras lo que yo por ti, ya no seas así, dime que sí, yo me conformo con besar tus labios y estar en tus brazos en la intimidad, no te pido más, no te pido más". Uno caminaba por La Dorada y oía la canción en diferentes puntos pero al llegar al hotel o a donde fuera ya se la sabía y la había visto practicar en los bares y en las calles.
–¿Y La Dorada es una ciudad? –preguntó el inteligente.
–Tiene el número de habitantes de muchas ciudades del Viejo Continente –replicó nuestro amigo el mágico.
–Pero no es lo mismo una ciudad en Europa que una en Latinoamérica –explicó alguien.
–¿Y cuál es la diferencia?
Había llegado el momento de pasar un trago de cerveza.
–La palabra clave es el ritmo –propuso mi amigo el mágico.
–¿El ritmo? –preguntamos todos en coro.
–¿Cómo es el rock? ¿Cómo son las ciudades modernas? –comenzó excitado–. La música tiene ritmo, los mejores escritores tienen una respiración, un ritmo, hasta García Márquez lo dice, y cada ciudad tiene su ritmo, su sonoridad y sus habitantes buscan una coincidencia, una concordancia...
Apenas pronunció estas palabras todos nos volvimos hacia otro lado. Días después, cuando yo estaba ya en la fatídica mesa redonda, uno de los profesores que me acompañaba dijo algo muy parecido utilizando un lenguaje esóterico, apoyándose en infinidad de teorías y estudios. Escuchando su galimatías recordé la síntesis mágica que consiguió mi amigo aquella tarde, pero entonces no le tuvimos paciencia. Le pasó lo que a muchos compositores, a muchos letristas, como peyorativamente se les denomina: resolvió de un plumazo, como en una canción de tres minutos y medio, lo que no han podido dilucidar en simposios y paneles por todo el mundo.
Cuando lo condenamos al ostracismo, nuestra propia discusión cayó en un agujero negro. Entonces ocurrió un milagro; nuestro amigo el inteligente dijo:
–El fenómeno urbano es plural.
No dijo nada más, pero todos, sin saber muy bien por qué y siguiendo rigurosamente el turno, decidimos convertir aquello en un juego:
–Es polivalente –empecé.
–Proteico.
–Panóptico.
–Plurisignificante.
–Pancultural.
–Pasmoso –dijo alguien muy recursivo.
–Pandemónico, persistente, pantagruélico, perpetuo, planimétrico, pantomímico, parabólico, ponderable, perverso, paracrónico, provocante, períclito, paradigmático, paralizante, pirotécnico, prospectivo, prosopográfico, parcelable, permutante, piramidal, proyectivo, pujante, perimetral, permisivo, portentoso, preocupante, propincuo.
–Pendejos –intenté detenerlos yo, pero siguieron.
–Prosaico, protuberante, pululante, propagante, preponderante, preocupante, predial, polarizante, presente, principal, prioritario, problemático, procomún, perspectivo, pervertido, productivo, profundo, profuso, perdurable, progresista, proliferante, prolífico, promiscuo, poblacional, polisintético, panorámico.
–Palpitante –volvió el recursivo.
–Postcolonial.
–Postnacional.
–Postmoderno.
–Póstumo –interrumpí yo con un grito.
Lo siguiente fue una explosión de euforia y las felicitaciones mutuas por el amplísimo vocabulario de los cinco. Por alguna razón que no me explico, mis contertulios consideraron que el tema estaba agotado y pasaron al trascendental asunto de si la imagen de una de nuestras más populares cervezas debe ser Natalia París o Ana Sofia Henao.
Abrumado por la charla con mis amigos, consciente de que las artes en la ciudad son un fenómeno palimpséstico, pluripotencial, prevalente y putamente difícil, volví al día siguiente donde Orlando en busca de ayuda.
–Esto me acaba de llegar. Por lo que leí en la contracarátula, tal vez te ayude –me entregó un volumen y me despachó para la casa.
El libro se llama Alta fidelidad, y es del inglés Nick Hornby. Rob Fleming, su protagonista, es propietario de una tienda de discos en un barrio de Londres. Su convivencia con Laura ha terminado y su depresión toma la forma de un monólogo en el que cuenta cuáles fueron las cinco rupturas amorosas más memorables de su vida, entre las que no está, por supuesto, el abandono de Laura. Esas cuarenta páginas iniciales nos permiten entrever su vida cotidiana, lo poco estimulante que resulta su trabajo, sus amplios conocimientos de la música pop y la manía de catalogar todo en la vida a través de listados: los cinco trabajos de mis sueños, los cinco mejores temas de un single, las cinco canciones más apropiadas para un velorio, las cinco situaciones más incómodas en la que ha estado, etcétera.
Tras esta introducción, relata cómo afronta su nueva vida, convirtiéndola en la búsqueda de una explicación para su fracaso sentimental y en un repaso crítico de lo que son sus actitudes y vivencias. La música popular está presente todo el tiempo, sirve de explicación, comentario y justificación para todas las situaciones: "En una colección de discos hay todo un mundo, un mundo más simpático, más guarro, más apacible, más lleno de color, más sórdido, más peligroso, más adorable que el mundo en el que vivo; en él hay historia, geografía, poesía" . Combinando lo popular y lo culto, Hornby sumerge al lector en un entretenido mar de referencias que resultan más cercanas para los aficionados al pop inglés y estadounidense, al cine y la actualidad de la década de los noventa.
Volví donde Orlando y le agradecí su recomendación. Cuando le comenté como era, me pidió que le devolviera la novela. Le aclaré que me la había regalado y que además Rob Fleming desaprobaría que la leyeran los admiradores de Tina Turner, Billy Joel, Pink Floyd y The Eagles, entre otros.
–El que tiene esos gustos eres tú, no yo. A mí la que me gusta es Only You –y comenzó a tararear el antiguo éxito de The Platters con la expresión reconcentrada y feliz de un niño.
Convencido de que no era Orlando quien me sacaría del apuro, decidí explorar mi biblioteca. Hallé una cita de Julio Ramón Ribeyro pero era demasiado larga y elusiva; Rilke resultó todavía más críptico; sé que en estos casos se consultan los textos de los expresidentes López y Betancur, pero no los tengo. Por fortuna recordé un fragmento de Truman Capote que ya use en otra ocasión y que me permite acercarme al final de esta intervención con cierta dignidad. Se refiere a la Nueva York de la postguerra y proviene de Color Local; ustedes juzgarán si es permutable, pertinente y provechoso , o simplemente puntual, peregrino y parcial. Dice así:
"Es un mito; la ciudad, los cuartos y las ventanas, las calles que escupen vapor; un mito diferente para todos y para cada uno, una cabeza de ídolo con ojos de semáforo, que va haciendo guiños de un verde tierno o de un rojo cínico. A esta isla –flota en el agua dulce como un témpano diamantino– llámala New York, o dale el nombre que quieras; éste apenas si importa porque quien entra en ella desde la realidad mayor que es cualquier otra parte va sólo en pos de una ciudad, un lugar donde esconderse, donde perderse o encontrarse a sí mismo, donde construir un sueño en el que pruebas que tal vez, después de todo, no eres un patito feo, sino un ser maravilloso y digno de amor, como lo pensaste cuando te sentabas en el porche frente al cual pasaban los Fords; como lo pensaste cuando planeabas tu búsqueda de una ciudad"
Capote habla de deseos y esperanza, de frustraciones y derrotas, de afecto y soledades. Refiriéndose a la ciudad que lo adoptó y también lo mató, Orlando Sierra escribió: “Por sus calles / el mismo mundo que gira en todas partes, / porque en todas partes / los hombre son solo un ovillo de aspiraciones y un no alcanzar el ave de los sueños / que es la dicha, la felicidad” . Uno de los narradores españoles del momento, Gustavo Martín Garzo, comienza uno de sus textos con estas palabras: “Creo que la canción, o al menos el mundo de las canciones que me suelen gustar, tiene que ver con uno de los anhelos básicos del hombre, el anhelo de la felicidad. A la hora de elegir una de ellas me decido en consecuencia por una canción de mi infancia, que es sin duda la época en que este anhelo resulta más impulsivo e irrenunciable” . El protagonista de D, ejercicio narrativo, del escritor venezolano José Balza, dice: “En la canción registraba yo, no sólo una memoria que me había precedido: las melodías que el tiempo prolongaba, que seguían escuchándose siempre y que yo había terminado por llenar con algunos recuerdos inventados o posibles, sino también cierta esencia, algo como un espacio mágico que la canción abre y no determina (...) El pequeño espacio de la canción popular crea una coincidencia (“un test colectivo, una pendejada sonora”, definiría Hebu) para la mas humilde señal del dolor, del sueño y lo transitorio, con la sensibilidad. Una canción renueva el tiempo, actualiza intensidades que habíamos forjado” . Confieso que hace tiempo ensayé el dudoso ejercicio de rastrear las actitudes y valores de las últimas generaciones a través de las letras de ciertas canciones que me parecieron significativas –Nací en el 53 de Víctor Manuel, Del 63 de Fito Paez y Mi generación de Andrés Cepeda–, partiendo de postulados similares.
Si la ciudad es hoy el ámbito de lo humano, y la condición humana es el tema eterno e insoslayable del escritor, abordarlo es mucho más fácil cuando lo podemos acompañar con una buena banda sonora, una en la que se alternen las nostalgias y las alegrías, en la que una determinada canción mal cantada y peor bailada por alguien como yo, nos ponga eufóricos o nos recuerde a un viejo amigo que nos acompaña desde el silencio.
martes, 29 de abril de 2008
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5 comentarios:
Para variar Mea Culpa, desde el 99 tengo pendiente la lectura de De Música Ligera, no lo postergo más y este largo finde con doble puente le mando el viajao. Si don Octavio no ha leido a Bellow, le sugiero respetuosamente que le meta el diente a Carpe Diem, por momentos esa conversación en el bar me recordó pasajes de esa novela cuyo final es quizás el más bello de los que compuso el ogro.
Finalmente creo que don Tito es Puente, singular. Saludos
Fiu, esto hay que leerlo por tandas. Por ahora, muy bonito el perfil de Orlando. Ya la conversación de ciudades y música en el bar, con ex editor, amigo mago y amigo inteligente... aburrida. Lo que viene lo leo después. Pero me gustan esos escritos largos, que se van yendo por ramales, que tienen momentos de euforia e interés y momentos de bostezo y mirada para otro lado. Justo como una conversación entre amigos. Está bacano.
Ustedes sí hacen lo que se les da la gana, ¿no?
Saludos a Octavio.
Lo mejor de este texto sin duda es el epígrafe de Alejandra... el resto es un inductor de bostezos letal e infalible.
A mi me pareció que la serenata tiene mucha vitalidad de principio a fin, como los cuentos de don Octavio en De Música Ligera, al fin los leí y me gustaron mucho, un amplísimo registro de voces de aseadoras, cineastas fracasados, paranoicos, traquetos, bohemios etc etc. Por algo van como en la tercera edición, todo un record para un libro de cuentos en Colombia, saludos y gracias al Autor muchachos.
Cordial Saludo Caballeros. Antes de nada, decirles que está entrada me encantó por el acercamiento a un autor tan querido en Caldas y por aquí en su "otra Patria" -Santa Rosa De Cabal- donde también tuve el infortunio de nacer.
Señores: es para pedirles un favor, en verdad, una entrevista, pues adelanto mi trabajo de grado de la Lic. en Español y Literatura de la U.T.P sobre la poesía de Orlando Sierra Hernández.
En mi trabajo investigativo, uno de los requisitos es hablar con un amigo del autor, y evidentemente ustedes lo son (él vive aunque se diga que murió). Espero me respondan este mensaje y de antemano muchísimas gracias.
Mi correo electrónico es ashaverus_7@hotmail.com
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