domingo, 4 de noviembre de 2007

Un cuento de Pablo R.

Se supone que estos sitios son para que los dueños publiquen cualquier bellaquería. Por eso, y muy a pesar de la opinión de Carlos A., este su servidor se permite poner a la consideración del amable público el siguiente cuento.

Pérez
De todos los muchachos que he tenido en el equipo, hermano, ese Pérez me dio una lección la hijueputa, y me sacó canas también. Si usted que era paisano y hasta condiscípulo del hombre no sabe dónde fue a parar, mucho menos yo que sólo fui su entrenador en el equipo de ciclismo de la universidad. ¿Se acuerda? Por allá más o menos en mil novecientos ochenta y ocho. No es que fuera el mejor del equipo, tampoco. Pero tenía algo… tenía algo. Fumaba mariguana eso sí como si se fuera a acabar el mundo en el siguiente minuto hermano. Yo le insistía y le exigía que no se trabara en los entrenamientos y algo sí la redujo. Pero fumaba y fumaba. Bernard Hinault dijo una vez que lo que hagas fuera de la bicicleta lo pagarás en la bicicleta; y a ese muchacho ya le estaban pasando la factura. Pero tenía una resistencia el Pérez que usted no se imagina. Él no podía ganar en velocidad y ni siquiera en carreras normales. Pero recorría unas distancias que donde la vuelta a Colombia se corriera en todo el kilometraje de una vez, hermano, no exagero, ése era el único que quedaba vivo. A veces los mejores se sentían como desafiados en los entrenamientos y entonces por su cuenta y riesgo seguían y seguían más allá de la llegada prevista, y el Pérez ese se les iba detrás, puede que lo colgaran, pero cuando los volvía a encontrar mucho más adelante, otros veinte kilómetros diga usted, una barbaridad, cuando ellos ya sentían que se les estaba acabando la gasolina para el regreso; el Pérez ese, hermano, seguía y seguía. Los vencía. A pura fuerza no más. Una cosa lenta pero segura, antinatural, como si el tipo no fuera un ser humano sino una bestia de aguante. Una cosa rara el Pérez, bien largo y bien flaco, como con hambre. Ahora que me acuerdo el Pérez ese, por todo el cariño que le tuve, me hizo pensar, reflexionar sobre la naturaleza de este deporte. Porque él tenía unas cualidades que, donde la cosa estuviera diseñada de otro modo, hermano, hubiera sido el mejor del mundo. Eso se lo puedo asegurar, yo que tengo todos estos años y que he visto de todo.

Lo que le voy a contar demás que usted ya lo sabe porque los muchachos del equipo le contaron en esa época a todo el mundo. Pero le voy a dar mi versión porque yo estuve ahí y fue verdad, la pura verdad. Era callado, eso sí, usted lo habrá conocido mejor que yo. No soltaba prenda, no se quejaba por nada; tampoco parecía alegrarse por nada. Como si no sintiera nada. Nosotros pensábamos que era por la mariguanita. No le conocimos novia ni amigas. Un amigo sí, el ciego ese que estudiaba filosofía allá con ustedes. Para arriba y para abajo con el ciego. Uno los veía hablando pero cuando se acercaba alguien ahí no más paraban y parecían de piedra, saludaban no más. Debe de ser por eso que también nos sorprendió tanto lo que hizo ese día.

Habíamos salido a entrenar y hacía mucho frío aquí en Manizales. Íbamos para la zona de Irra, en la vía a Medellín. Bajamos como siempre, a una velocidad no muy alta porque esa carretera es traicionera, sobre todo en la bajada. Las bajadas siempre son peligrosas, yo les decía. A los velocistas en cambio les fascinaba el descenso a tumba abierta, como decían los comentaristas del Tour de Francia. Se sentían qué se yo, Sean Kelly o cosa por el estilo. Y uno entendía también porque con esa juventud y esas ganas tan verracas. Pero había que ponerles límites, hermano, porque si no ellos iban a terminar mandando. Con Pérez no había problema, ni con la mayoría, porque no eran tan lanzados como dos monitos que no más ver una bajada se inclinaban sobre la cabrilla y paraban el culo a lo Pantani. Ese día, con neblina y todo en la bajada, este par de güevones se me han salido de madre hermano. Se empinaron así como le digo y empezaron a coger una velocidad la hijueputa, como a setenta. Otros tres se sintieron medio intimidados, medio retados, y trataron de seguirles el ritmo. Pérez como siempre iba en lo suyo y otros dos muchachos muy dóciles, muy obedientes. Me sacaron la piedra los punteros, hermano, y yo dejé que se fueran; que se maten estos güevoncitos decía yo por dentro. Llegamos a Irra, seguimos como un kilómetro y nos encontramos a los punteros tomando agüita en una caseta, echando chistes con una suficiencia, con una actitud de triunfo como si se hubieran ganado algo. Yo ni los miré de lo verraco que estaba. Pérez, como siempre, en lo suyo, calmado, tranquilo. Los dos muchachos que bajaron con él y conmigo, en cambio, se veían incómodos, como pordebajiados. Di la orden de descansar un cuarto de hora, ya eran como las dos de la tarde, comer alguna cosa, un bocadillo con queso, y devolvernos para hacer el ascenso. Pérez se nos desapareció unos minutos y me la olí que se iba a fumar un bareto. Ése no se aguanta tanto rato sin echarse un ploncito, me decía. Ya estaba preparando el sermón para cuando llegáramos a Manizales.

Nos devolvimos y comenzamos el plan con paso lento pero seguro, lento pero seguro les decía yo, que la fuerza hay que guardarla para el ascenso. Si no aguantaban, que de todos modos era un tramo duro, entonces subíamos las bicicletas a un jeep. Y ahí despuecito de Irra, ahí no más en las goteras, un retén de la guerrilla hermano. Imagínese. En esa época había por allá un grupo del EPL haciendo de las suyas, por los lados de Supía y Riosucio. A mí siempre me dio miedo, para qué le digo que no, pero me imaginé que la cosa no era con nosotros porque íbamos en bicicleta y éramos unos pelagatos y lo parecíamos de los pies a la cabeza. Había que ver eso sí la cara de los güevoncitos que habían bajado a lo que diera. No, si hasta se les enfriaron las pelotas, hermano, estaban pálidos. Muy bueno, pensé yo, muy bueno. Para que vean. Pérez, como siempre, en lo suyo, tranquilo, como si no pasara nada. Un tipo con un fusil medio colgado y medio sostenido con la mano nos dijo que paráramos y que nos hiciéramos al lado de los hombres que ya tenían en fila al lado de la carretera. Que rápido, que se muevan. Nos bajamos de las bicicletas y con ellas en la mano nos fuimos para la cuneta del frente donde estaban todos los que habían bajado de un bus y de varios carros particulares. Yo ya me estaba alistando para hablar con los tipos porque, claro, a mí me tocaba. Nos quedamos parados ahí un rato, callados, ya bien asustados pensando qué nos iban a hacer o para dónde nos iban a llevar. Cuando empezaron tres tipos a pasar, uno adelante, sin fusil, hablándonos, y otros dos detrás con los fusiles en la mano. Hasta que llegaron donde estábamos y empezaron a preguntar que para dónde íbamos, que qué estábamos haciendo por ahí, que quiénes éramos, que los papeles. Era como si estuvieran buscando a alguien, hermano. Yo les expliqué que era el entrenador y respondí por todos. Pero al tipo no le gustó ni poquito y me dijo que si es que los otros eran mudos o bobos o qué. Y ahí fue hermano, ahí fue. El Pérez ese dio un paso al frente y encaró al tipo, y le dijo unas cosas hermano, unas cosas que yo dije ahora si nos van es a matar a todos. “¿Esta es la guerrilla por Dios? No, no, no, qué decepción tan verraca. Yo creí que en este país por lo menos teníamos guerrilla. Yo creí que ustedes estaban era dándose bala con el ejército, secuestrando políticos y ganaderos. Pero se pegan de unos pelagatos en bicicleta. Qué pesar de este país. Ahora sí estamos jodidos”. Y todo se lo dijo como siempre, como decía cualquier cosa, fuera lo que fuera, como si estuviera no más entregando unas devueltas. El tipo ese abrió los ojos hermano, abrió los ojos como entre aterrado y verraco. Cogió al Pérez ese y lo tiró contra el barranco, y les gritó a los otros que lo fusilaran ahí mismo. Los demás estábamos paralizados, no hermano, qué cosa tan verraca, parecíamos niñas ahí no más temblando. Pérez en cambio hermano, Pérez, usted no lo va a creer pero yo estaba ahí y se lo digo; Pérez le seguía diciendo al tipo: “eso, hágale que yo ya estoy es aburrido con esta guerrillita de mierda que nos tocó. Nooo, si es que estamos bien jodidos. Dizque guerrilla. Una mano de chichipatos es lo que tenemos aquí”. Los dos de atrás que tenían fusil nos fueron separando hermano, separando a todo el mundo y cuadrándose para rematar al pobre Pérez ahí no más en el barranco. Cuando pasó hermano, pasó. El que era como el jefe de todos empezó a gritar allá en la punta, que qué era lo que estaba pasando, que por qué tanta bulla. El que yo había creído que era el jefe se puso todo derecho, como si fuera el ejército, y le dijo al jefe de verdad que ya estaba más cerca: “no mi comandante, aquí un hijueputica que se las quiere dar de muy verraco, diciendo que somos unos chichipatos; y lo voy a fusilar”. El jefe de verdad siguió acercándose y los de los fusiles se quedaron quietos, derechos también mirándolo. Llegó hasta donde estábamos y se dirigió de una a Pérez: “a ver, a usted qué es lo que le pasa con la institución”. Y entonces Pérez hermano, Pérez por Dios, siguió con la misma cantaleta y yo que me le tiraba encima: “¿usted es el que manda esta parranda de pelagatos? Nooo hermano, si es que estamos muy mal. Yo creí que la guerrilla estaba era dándose bala con el ejército y secuestrando políticos y ganaderos. Pero mire no más como nos retuvieron a cinco güevones en bicicleta. No, si es que este país está jodido”. El jefe se quedó mirando a Pérez, muy serio hermano, muy serio. Y yo dije ahora sí fue, ahora sí estamos jodidos aquí todos. Nos van es a matar. Cuando de pronto el jefe se voltió y le habló recio al jefe de segunda: “Oiga manoemica, ese muchacho tiene razón. ¿Cómo se le ocurre parar a estos pobres maricas? Hágame el favor y los suelta pero ya”.

Y nos soltaron hermano, nos soltaron. Yo no lo podía creer y los muchachos menos. Todos cogimos las bicicletas más asustados que un verraco, con las piernas temblando y salimos disparados. Pérez hermano, Pérez, yo no sé pero también debió montarse porque más adelantico cuando ya estábamos un poquito calmados me acordé de él y no lo vi por ninguna parte. Les dije a los otros que le mermaran pero sin parar, cuando al ratico apareció el Pérez ese hermano. ¡Apareció! A mí me volvió el alma al cuerpo. Seguimos al mismo ritmo, más bien despacio y cuando menos pensamos ya estábamos por los lados de San Peregrino. Les dije que paráramos y esperáramos un jeep porque francamente hermano, francamente, yo había subido como un zombi, sin darme cuenta, pedaleando horas, y cuando menos pensé las piernas ya no me daban. Todos los muchachos, los monitos esos de la bajada también, estaban pálidos hermano, con una cara que parecían de película de terror. Pérez en cambio estaba igual, nada, sin sacarnos en cara nada, mirando para Chipre que ya había lucecitas.

2 comentarios:

Martín Franco Vélez dijo...

Me parece verlos, Pablo, bajando en bicileta para Irra. Y la imagen de las lucecitas en Chipre, al final... ¡qué bonito! Gracias por esa historia: me atrapan el ritmo y la prosa sencilla. Y que se muerda don Carlos A...

Jorge Mario Sánchez dijo...

Me gustó el relato y me cayó bien Pérez, y tiene razón Franco con lo de las luces en Chipre, esa última escena me aguó los ojos, y eso que yo no soy de Manizales, pero la turistié bastante hace unos años, cuando tenía un amor por los lados de Villamaría.