¿En dónde reside la fascinación que todavía produce la poesía infantil de Rafael Pombo? Intentaré una respuesta, ilustrada con un ejemplo. En pocas palabras, pienso que se trata de una combinación de ternura, tristeza y humor (quizás la palabra exacta en este caso sea ‘gracia’). Los dos últimos ingredientes, mezclados en las dosis correctas, probablemente dan lugar al primero. Pero el resultado no sería tan perdurable si no estuviera envuelto en una magistral simplicidad: la sencillez de la que sólo son capaces los grandes artistas, aquellos que pueden moldear los materiales más disímiles y complicados en una forma narrativa que envuelve al lector como el aliento de una boa: uno simplemente se deja llevar. Alguna vez escribió Julio Ramón Ribeyro: “Literatura es afectación. Quien ha escogido para expresarse un medio derivado, la escritura, y no uno natural, la palabra, debe obedecer a las reglas del juego. De allí que toda tentativa para dar la impresión de no ser afectado –monólogo interior, escritura automática, lenguaje coloquial— constituye a la postre una afectación a la segunda potencia. Tanto más afectado que un Proust puede ser un Céline o tanto más que un Borges un Rulfo”.
Contamos, además, con el testimonio de grandes narradores que confiesan hacer el trabajo más arduo cuando se trata de hacer que las cosas parezcan simples. En su Recapitulación, Somerset Maugham, luego de hacer un balance de sus primeras obras, y de evaluar los logros de su prosa hasta entonces, declara: “… llegué a la conclusión de que debía aspirar a la lucidez, la simplicidad y la eufonía”. Esas aspiraciones son en buena medida una constatación en la poesía infantil de Rafel Pombo. Seguramente todos conocemos al menos uno de sus ya clásicos poemas. Pero es hora de dejar la divagación abstracta y concentrarse en un caso concreto. Escojo deliberadamente uno de los menos populares. Aunque espero mostrar que tiene algunos méritos adicionales: Juaco el Ballenero. Recordemos la primera estrofa:
Yo soy Juaco el ballenero
que hace veinte años me fui
a pescar ballenas gordas
a dos mil leguas de aquí.
Aquí tenemos ya varios logros de la simplicidad: la evocación nostálgica de una época remota y, por tanto, la promesa de un recuerdo valioso; la sugerencia de aventuras peligrosas y sucesos extraordinarios. Todas las cartas sobre la mesa: sin ases bajo la manga. Nada de metáforas, de analogías; nada de lirismo. Si no fuera por la rima, sería prosa llana.
Enorme como una iglesia
una por fin se asomó,
y el capitán dijo: “¡Arriba!
Esa es la que quiero yo”.
Se introduce la acción, sin preámbulos. La nostalgia ha dado paso al recuerdo excitado. Todo contenido, desde luego, por la simplicidad.
Al agua va el capitán
con su piquete y su arpón,
lavándose antes los ojos
con unos tragos de ron.
Al verlo alzar la botella
se consumió el animal,
y dieron vueltas y vueltas
sin encontrar ni señal.
Cuando de repente, ¡zas!,
da el pescado un sacudón
y barco y gente salieron
como bala de cañón.
El recurso típico al modelo predecible: el marinero valiente que se enfrenta a los más grandes peligros con la alegría de quien recibe un premio. La alusión pasajera a la vida bohemia y el suceso extraordinario introducido de la forma más convencional: como cuando Gregorio Samsa se levanta convertido en un insecto.
La luna estaba de cuernos
y hasta allá fueron a dar,
y como jamás han vuelto
debiéronse de quedar.
Cuando vayas a la luna
busca a mi buen capitán
con su nariz de tomate
y su barba de azafrán.
Dile que este pobre Juaco
no lo ha podido ir a ver
porque no sabe el camino
ni tiene pan qué comer.
Y si viniere un correo
de la luna para acá,
mándame una limosnita
que Dios te la pagará.
Tenemos el final con una última untada de la nostalgia que había sido vertida tenuemente en la primera estrofa. Como conviene a los recuerdos, la época alegre y temeraria está lejana y sólo queda la memoria. Algunos dicen que una de las virtudes de la gran narrativa es la ambigüedad. No sé exactamente lo que esto quiere decir, pero lo que sí es cierto es que la simplicidad no riñe necesariamente con la ambigüedad. La invocación al lector, o al personaje lector, sugiere por sí sola que no hubo tales capitán y marineros, y que el viejo borracho sólo ha elaborado una rima deliciosa como excusa para pedir limosna.
Un entendido amigo dictamina que la poesía ‘seria’ de Pombo perdura menos que sus obras infantiles porque los niños son mejores lectores (o escuchas, que, para este caso, viene a ser lo mismo) que los adultos. Repaso los dos volúmenes de la poesía seria y no me convenzo: unos cuantos versos memorables perdidos en una maraña de simbolismos, metáforas deliberadamente grandiosas y deliberadamente inspiradas. Nada de eso, en conjunto o por separado, supera al Rin Rin Renacuajo o a El gato bandido. Pombo no era un poeta lírico, ni trágico. Era un poeta narrativo. Cuando se complicaba, cuando le daba por expresar las grandes emociones, las horas de tinieblas del alma, el material le hacía demasiado ruido: se quedaba notando el trabajo. Para ser un barco ebrio no basta con querer serlo, ni siquiera con sentir en lo más hondo que se es uno. El arte de Pombo, el gran arte que alcanzó, está contenido casi por completo en sus versos ‘infantiles’. En ellos logró expresar quizás la tristeza que se le volvió parodia en sus versos más ambiciosos.
En una colección de música clasificada por temas, al novelista Kazuo Ishiguro le pidieron escoger “la música más triste del mundo”. Después de mucho buscar, se decidió por algunas piezas para piano de Chopin. Ishiguro explicó su decisión del siguiente modo:
«la música que intenta abrazar la tristeza, que aspira a enterrarse en ella, se encuentra destinada a carecer de verdadera tristeza. La música verdaderamente triste es por lo general celebratoria en la superficie, incluso festiva: música de personas intentando alejar el dolor, sumergiéndose por un momento en las alegrías pasajeras de la vida».
jueves, 29 de noviembre de 2007
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7 comentarios:
Yo siempre he considerado que uno de los mejores poemas de Rafael Pombo es Noche de Diciembre. Y tal vez, el hecho de que su poesía diferente a la infantil sea tan poco valorada, se deba a que mientras vivió no se publicó ningún volumen de sus poesías. Todas salieron en la página de algún periódico de la época, algún pasquín, o se leyeron en alguna reunión en la cual la escribió.
De su poesía infantil cabe aclarar que no es del todo suya. Los Cuentos Pintados eran poemas populares ingleses y ameriacanos que él tradujo y "colombianizó". Claro, los expertos dicen que quedaron mejor cuando los tradujo, pero esto significaría que la narrativa aquí tan aclamada no es del todo suya. Lo cual, obvio, no le resta a su arte lírico.
Sobre este tema es bueno el libro de Beatriz Helena Robleda, titulado, Rafael Pombo.
Será cuestión de gustos, pero yo me estremezco mucho más con un verso simple y directo, medio en serio medio en broma, coloquial o como quiera llamársele, de Pombo, del Tuerto López, de Obeso, que con un pomposo epigrama de los poetas nacionales tipo Valencia, Carranza et caterva.
Buen artículo, estimado Pablo.
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